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Columna
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Ilusionistas

Los artículos de magia expuestos en el Archivo Municipal de Málaga nos enseñan cómo se ha empequeñecido este universo nuestro, cómo ha pasado de pradera a campo de rugby, de campo a habitación, de cuarto a tablero de parchís; las maravillas han ido perdiendo espacio en nuestros mapas para acabar cayéndose por los bordes, para ser exiliadas de esas antipáticas redes de paralelos y meridianos que quieren localizarlo todo: antes, igual que la memoria, igual que el misterio, los milagros eran más artesanales y frágiles, más domésticos. El cine, la aniquilación de las distancias, los recorridos turísticos por el vacío interestelar y el fondo de los mares han vacunado nuestra capacidad de asombrarnos hasta volverla inmune como una escayola, de la misma consistencia de las postillas y los troncos. El niño nace en un mundo despejado de enigmas, donde resulta natural que al apretar un interruptor se inflame una bombilla o que su abuelo le dé los buenos días desde un lingote de plástico oblongo: ese niño se volverá un adulto angosto y ceniciento, al que no sorprenderá ninguna de las diversas funciones que diariamente programan para nuestros ojos los hombres y la naturaleza, y vagará de teatro en teatro con el alma esterilizada por la costumbre. Al contemplar los objetos reunidos en el Archivo de Málaga entendemos que en el pasado había mundos alternativos mucho más a mano y hasta la zona turbia que se abría debajo de la cama podía ocultar trampillas de huida. Biombos, guillotinas, cálices, barajas y ánforas, muñecos que conversaban, damas que podían flotar sobre el público sin alterar sus tocados, seres que desafiaban las coyunturas de sus esqueletos para componer signos abstrusos, todo eso hoy para nosotros no supone más que una curiosidad circense, que datos arqueológicos que nos ilustran cómo les gustaba divertirse a nuestros ancestros de los últimos siglos. Pero años atrás estas herramientas polvorientas estuvieron cargadas para la imaginación de la gente de unos poderes que nuestros teléfonos móviles y nuestros hornos microondas sólo logran orillar.

Me interesa del ámbito del ilusionismo esa relación insólita entre economía de medios y amplitud de horizontes, esa incongruencia entre la escasez y el infinito que revelan recursos y resultados, y por eso el ilusionista, o el mago de cabaré, se me aparece como un individuo mucho más capaz y simpático que el ingeniero jefe de la franquicia de George Lucas. Ahora hacen saltar a Keanu Reeves de edificio en edificio y pueden reducir en un parpadeo una ciudad entera a cascotes y polvo, pero los prodigios antiguos superan esas demostraciones en encanto y una arcana magia: Hermann el Grande, de finales del siglo XIX, se hacía disparar por un completo pelotón de fusilamiento en mitad del escenario para devolver, ileso, media docena de balas calientes; Harry Houdini, cuyo nombre original era Eric Weiss y había nacido en Budapest mientras Hermann triunfaba en América, presumía de contar en su repertorio con el mayor espectáculo del mundo y también con el menor: la desaparición de un elefante y el enhebrado de una aguja alojada en el estómago. ¿Pueden los videojuegos competir con esas maravillas minuciosas? Yo no lo sé.

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