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Salvas de honor al presidente Maragall

Manuel Vázquez Montalbán dejó escrito a título póstumo: "Si Maragall llega a presidente, será como si lo consiguiera toda una promoción que, en plena edad de la inocencia, descubrió que el mundo no estaba bien hecho". Se refería el gran escritor, que tan pronto nos fue arrebatado, a la primera generación nacida tras la guerra incivil que, en el agro, el taller o la Universidad, tuvo, a sus 20 años, plena conciencia ética y política de padecer un régimen de nefanda autocracia, impuesto por las armas con bendición vaticana, sin libertades públicas ni derechos nacionales y carente de justicia social por estar al servicio de los grupos más conservadores de nuestro rupestre capitalismo salvaje. En su inocencia posbélica, el futuro poeta en castellano y el nieto del poeta en catalán se enfrentaron a un mundo, más que mal hecho, deshecho, y se aprestaron, junto a unos pocos obreros y estudiantes, a rehacerlo desde los cimientos de un pueblo indignado y temeroso, arriesgando sus primeros pasos en la lucha clandestina por la democracia y el socialismo. Transcurridos 20 años, la lucha siguió para enraizar la democracia constituyente en un cambio social igualitario y justiciero. Y a ambos compañeros de promoción les tocó, ya en su madurez, enfrentarse a la contraofensiva reaccionaria de los herederos mentales del antiguo régimen opresor, que, como siempre, debiera topar en Cataluña con el más enérgico y eficaz "¡no pasarán!". Por eso el poeta veía en un Maragall presidente el símbolo y una parte posible del sueño juvenil de antaño; también el postrer esfuerzo generacional de no malograr el sacrificio de tantos luchadores por la democracia y el autogobierno de los pueblos de España.

Con verdadero espíritu de servicio, tenacidad laboriosa, honestidad a toda prueba e imaginación creadora, Maragall ha alcanzado una jerarquía política que nunca ambicionó ni cuando llegó a la alcaldía barcelonesa, pues siempre se ha visto más gestor eficiente e incorruptible que político retórico al uso y abuso. Pero al ser más pensante y profundo de lo habitual en otros y al creer de veras en lo bueno que aspira para todo el mundo y, en especial, para los humillados y ofendidos de cualquier condición, su inteligente entusiasmo y su patriotismo sin fronteras movilizan energías de grupos diversos, a veces enfrentados; alumbran vías a problemas que parecen insolubles, ya sean el vasco o el déficit de una Generalitat de dilapidación clientelar, y, en fin, crean una euforia colectiva dinamizante frente al escepticismo derrotista y el conformismo apático de unos ciudadanos intoxicados por el hedor irrespirable de una política muerta de tantos años. Su investidura presidencial de Cataluña ha sido, por tanto, un hecho histórico, lleno de alegría esperanzada y colectiva, que ha hecho brindar a muchos porque no tenía el país desde su Guerra Civil un Gobierno popular de verdad, de progreso social y de pluralismo democrático; dispuesto a que no se repitan alianzas conservadoras con gobiernos belicosos por interés de un poder monopolizado tras la máscara de un nacionalismo falso que niega ser buen catalán a quien pretende disputárselo.

Por discutir ese poder exclusivo, Maragall ha recibido siempre el constante insulto de quienes vieron en él enseguida el único rival que podía destronar la monarquía nostrada -como así ha sido- y la división entre buenos y malos catalanes, base de tan longevo monopolio. En la última campaña culminó el odio visceral que provoca y se llegó a pedir su cabeza a su partido, previo pago en poder a los presuntos desleales. Se acudió, en vano, a los señores Rodríguez Zapatero y González para que lo sucursalizaran según el tópico tan usado por los que dependieron del falangista señor Aznar durante siete años. Se dio por viejo y derrotado a un joven con más espíritu que la nueva generación del todo vale y que, en 1999 y ahora, obtuvo más votos que el señor Pujol y su frustrado hereu. Tanta miseria no ha impedido la victoria maragalliana en un sistema parlamentario que sólo otorga legitimidad de gobierno a quien sabe lograr el apoyo de la mayoría absoluta de los representantes del electorado.

Porque la victoria de Maragall, aun aupado por el partido que mejor expresa la rica y plural sociedad catalana y por miles de ciudadanos a favor de un cambio, ha sido suya al concitar, con su carácter rebelde e innovador, la confianza de dos partidos también rebeldes e innovadores, con los que ha sabido gobernar Barcelona desde 1982 gracias a su talante frentista, heredado del viejo FOC de su juventud permanente. Por eso, el Front d'esquerres que nos gobernará, que defenderá el Estatut y, en las elecciones de marzo, la democracia española, tiene en Maragall el responsable de una política social avanzada; de una limpieza de la Generalitat, sin revancha pero de público conocimiento; de una colaboración leal entre los dirigentes del tripartito; de una política participativa y que entusiasme a la juventud. Otro fruto maragalliano será un PSC renovado, más próximo a la gente. La renovación ya alcanza a un PSOE que, sin complejos, defiende su proyecto de una España plural y democrática frente al separatismo agresivo y destructor del PP.

La política no ha deshumanizado a Maragall como a tantos. Sin retóricas populistas ni falsas diplomacias, su seriedad no excluye la ternura sonriente de una bondad heredada. Sus padres, Jordi y Basi, transmitieron a sus hijos el espíritu liberal de respeto y tolerancia, de apertura intelectual, de horizonte político amplio, pero, ante todo, de servicio y de amor universal. Amor cuya expresión cotidiana es la exquisita cortesía de Pasqual y los mil detalles de humana delicadeza que jalonan su vida pública, como los muy recientes de ir a abrazarse con un Joan Reventós enfermo o visitar en Bellvitge, la mañana siguiente a la noche electoral, a la esposa de su aguador en los mítines, ingresada de urgencia. Ese es el íntimo Maragall que nos preside.

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