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Columna
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En los tiempos del cólera

Era inevitable: las respuestas de aquel político valenciano le recordaban siempre el destino de las verdades contrariadas. En una columna anterior, el escritor había aceptado el reto de batirse en duelo con él sobre la falsa ecología y el verdadero trasfondo económico del trasvase del Ebro, pero el escurridizo Blasco persistía en responder a sus preguntas mediante eslóganes publicitarios y sofismas, diseñados por expertos en comunicación con el único objetivo de convencer a los consumidores de que aquel gran negocio era una causa solidaria.

Este diálogo de sordos sucedió en los tiempos del cólera ideológico, a principios del tercer milenio, cuando buena parte de los ciudadanos españoles sufrían ya de diarrea mental tras la victoria de las grandes multinacionales en su batalla contra el Estado. En efecto, después de una larga campaña de creación de reflejos según el método de Pavlov, con la cual los ciudadanos dejaron de serlo para convertirse en clientes, las ideas de aquel pueblo antaño orgulloso habían sido sustituidas por blandas cagarrutas y, así, el debate nacional trataba ahora sobre fútbol, cotilleos e historias del corazón; los telediarios eran pleitesía gubernamental, las manifestaciones a favor del trasvase meros banquetes donde se zampaba paella gratis y se ahorraba el escaso dinero de fin de mes; los debates parlamentarios se volvieron una comedia costumbrista y, desde el palco principal del teatro de España, los banqueros, los altos directivos de las empresas y el nuncio de Su Santidad George Bush II se partían de risa al ver lo bien que aquellos actores secundarios, Aznar, Cascos, Rita, Blasco y tantos otros, repetían órdenes como ventrílocuos y representaban su equívoco papel de protagonistas.

El escritor lo intentó de nuevo, desenvainó las palabras y le buscó las cosquillas al político, trató de hacerle desembuchar con una estocada de argumentos, pero éste hizo una finta y volvió a escabullirse. Era listo: años y años viviendo del erario y calentando bancos con sus posaderas en la Generalidad Valenciana imprimen carácter. Se negó a hablar de la muerte del Ebro, del modelo desarrollista a ultranza en que se basaba aquel expolio, de los móviles ocultos tras la retórica del discurso, de la futura contaminación del río Júcar por el mejillón cebra y otras especies exóticas ajenas a Valencia, de la futura degradación de los humedales con un agua de bajísima calidad, del trasvase de faunas acuáticas catalanas a la Albufera (Visca Catalunya!)... En cambio, repitió la consabida cantinela sobre democracia y hermandad. El arte de perorar sin decir nada no tenía secretos para él.

El escritor, harto del contraataque diarreico, desesperado ante la imposibilidad de llegar a un auténtico cuerpo a cuerpo en el ámbito de las ideas y de contribuir con él a la erradicación de aquellos tiempos malolientes del cólera neoliberal, le preguntó por fin:

-¿Y hasta cuándo, don Rafael, cree vuesa merced que podemos seguir en este ir y venir del carajo?

El consejero Blasco tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches, es decir, desde que aprendió a fingir.

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-Toda la vida.- dijo.

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