Bye Bye Weimar
Uno. Hay obras y montajes que no te entusiasman pero te seducen: Una habitación luminosa llamada día es uno de esos casos. Se presentó en el Albéniz en el Festival de Otoño, vista y no vista, tan sólo cinco funciones, y hasta ahora no he tenido tiempo de hablar de ella, pero como ha comenzado su gira no quería dejar pasar la ocasión: por el valor (en todos los sentidos) del texto y por el coraje de sus intérpretes. A Bright Room Called Day (1987) fue la tarjeta de presentación de Tony Kushner, para mi gusto el mayor dramaturgo americano actual, el más generoso, el más ambicioso y, por cierto, de absoluta actualidad: acaba de estrenar en el Public Theater de Nueva York su primer musical, Caroline or Change, con críticas ditirámbicas, y en la HBO se emite la versión cinematográfica de Angels in America (¡seis horas!), con Al Pacino y Meryl Streep, a las órdenes de Mike Nichols. A Bright Room fue escrita en el periodo más brechtiano de Kushner, muy influenciada por la estructura de Terror y miseria del tercer Reich, con su alternancia de momentos decisivos y triviales, aunque también puede hacer pensar en un cruce entre Alfred Döblin y Christopher Isherwood. Situada en los últimos años de la República de Weimar, la protagonista de la obra es Agnes Eggling (Paula Soldevila), una actriz de segunda fila, amante de Vealtnic Husz (Roman Luknar), un cineasta húngaro y trotskista. Por su piso berlinés desfilan sus amigos, bohemios empapados de todos los "ismos" del momento -Paulina Erdnuss (Ana Gracia), una actriz sofisticada que anhela ser la nueva Zarah Leander; Annabella Gotchling (Sonsoles Benedicto), una pintora comunista, y Georg Bazwald (Rafa Castejón), un homosexual militante- que, como Agnes, viven el conflicto entre una utopía que creen inminente y la crispada desunión del frente antifascista, mientras Hitler y sus secuaces avanzan a pasos agigantados hacia el poder. Cuando el lobo llama a su puerta, Agnes esconde la cabeza bajo el ala, convencida de que la tormenta pasará, mientras sus compañeros han de elegir entre el exilio y la resistencia.
Kushner hace que su "heroína negativa", desconcertada e incapaz de tomar una decisión, tenga, muy brechtianamente, su contrafigura en Zillah Katz, judía, feminista y radical, que interrumpe la acción de la obra "desde el presente": instalada en el antiguo piso de Agnes, lanza diatribas furibundas contra una derecha que ha decretado el fin de las ideologías y el olvido de la historia. Cuando Kushner escribió esos monólogos, deliberadamente paranoicos, la santísima ira de Zillah iba dirigida a Reagan, a quien veía como una reencarnación de Hitler. En el Reino Unido, el texto se adaptó a la ascensión de la Thatcher y, en su siguiente reposición americana, Bush ocupó sin problemas la diana de sus predecesores. En la versión castellana, que firma Paula Soldevila, Zilla se convierte en Raquel (Kiti Manver) una española que viaja a Berlín: en vez de Memories of You canta una canción de Sabina, compuesta para la ocasión, y clama con ferocidad y gracia castiza contra la mayoritaria "aznaridad", que diría Montalbán.
Dos. Naturalmente, toda esa parte le valió a Kushner no pocas acusaciones de "inmadurez", tanto dramática como política. Quizá sea cierto, pero es una inmadurez asumida, alegre y orgullosa: más que a Terror y miseria, su obra recuerda al primer Brecht, caótico pero lleno de fuerza, narrando la debacle de la revuelta espartaquista en Tambores en la noche.
Una habitación tiene todos los problemas de la primera obra: demasiados temas y unos personajes que a ratos parecen bustos parlantes, lastrados por su condición de portavoces ideológicos, aunque aquí palpitan ya las semillas del Kushner de Angels in America y Homebody Kabul. Los excesos didácticos coexisten con felices fulguraciones irracionales, como la escena (casi un homenaje a El Maestro y Margarita) en la que, invocados por el transilvano Husz, comparecen el diablo y su perro, y el diablo es un atildado caballero llamado Gotfried Swetts, fascinado por las "enormes posibilidades" de Berlín. O las apariciones de la Vieja, una posible Agnes futura, y sus monólogos alucinados, y esa almohada negra que provoca terribles pesadillas, y la foto que encuentra Zilla/Raquel, rastreadora de huellas y esperanzas, donde una mujer anónima perdida en la multitud pronazi es la única que no levanta el brazo.
La interpretación es tan desigual como el texto: parece haber entre ambos una extraña simetría. El reparto, dirigido por el escocés Gerry Mulgrew, se mueve entre el cliché y la verdad súbita. Los mejores son Kiti Manver, que juega, muy arriesgadamente, a reconvertir la esencia de cabaret berlinés en españolísimo Club de la Comedia para luego transformarse en un Diablo sutilísimo y temible, y Sonsoles Benedicto, declamatoria como Annabella Gotchling pero con poderío lírico en su espectral composición de la Vieja, mientras que Paula Soldevila oscila entre una pureza que hace evocar la impronta de su madre, la inmensa Lali, y un desconcierto un tanto chiripitifláutico. Con todos sus desajustes, lo más interesante del montaje es la propuesta en sí misma: el combativo empecinamiento en la elección de esta obra, larga, difícil, irregular y extrema, pero atravesada por relámpagos de rabia y oscuras fosforescencias, en vez de optar, como la mayoría, por un texto más convencional, más agradecido, más "llevadero". Fantasía de crítico: la posibilidad de arrancar con el segundo acto, cuando los personajes adquieren espesor y definición al reaccionar ante el vértigo histórico. Y luego "dar" el primero, el de las ilusiones, las teorías, los antecedentes, para acabar con la fiesta de Nochevieja inicial, con los personajes jóvenes, creyendo en un futuro inmaculado y promisorio: la estrategia de Max Aub en La calle de Valverde, ambientada en el Madrid "alegre y confiado" de los veinte, cuando la guerra no era ni siquiera la sombra de un mal sueño.
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