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Columna
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Espejos

Los espejos de mi casa no se ponen de acuerdo cuando hablan de mí. Yo me hago el dormido, que siempre es mejor que hacerse el tonto, y escucho sus comentarios, sus afirmaciones, réplicas y contrarréplicas, cargadas de crueldad o de comprensión según el lado del que procedan los disparos. Las opiniones de los espejos son bengalas marinas, cruzan los pasillos y se hunden en el cristal líquido de su conversación. En días complejos, cuando salen a relucir mis señas de identidad más profundas, el aire de la casa parece un castillo de fuegos artificiales, un sonoro entresijo de relámpagos que estalla para aclarar mi condición política, mi religión y los orígenes de mi armario. El espejo del dormitorio tiene bastante mala leche. No le gusto nada, no soporta mis secretos, mis manías, mis olores, mi decrepitud ojerosa, mi forma de vestirme para andar por casa. Quizá me ve tal como soy en mi existencia animal e incontrolada, llena de deseos traidores, deslealtades carnívoras, miedos herbívoros, dolencias físicas, ambiciones rencorosas y odios injustos. Un verdadero espectáculo en zapatillas rotas, con un pantalón de pijama que me está corto y una camiseta salida de los tenderetes de la prehistoria. Pero aunque el espejo del dormitorio me vea así, la verdad es que no soy así del todo, y sufro la mala conciencia de mi desarreglo, y hago propósito de enmienda sobre mi ropa interior y mis pijamas, y me encuentro muy incómodo entre mis rencores y mis codicias. El color rojo de las mejillas avergonzadas también forma parte de mi ser. Da mucha vergüenza hacerse el dormido en un dormitorio.

El espejo del recibidor sostiene otras opiniones sobre mi carácter. Me ve salir a la calle algo más arreglado. Aunque no soy un profesional de la elegancia, piensa que procuro vestirme para gustar, sin las debilidades del cuarentón que pretende mantener un aire patético de juventud y sin el envejecimiento prematuro de las personas de orden, de mucho orden, que enfundan sus ideas en un traje azul y unos mocasines. Además, el espejo del recibidor me ha visto sonreír, saludar a las visitas, poner buena cara a los idiotas, decir palabras amables a los coñazos, elogiar libros malos, alabar la belleza de gente fea, domesticar mis ataques de cólera y prometer viajes, o reuniones, o favores de mucho mérito. Como nunca llega a enterarse de mis incumplimientos, el espejo del recibidor afirma con bengalas azules que soy desinteresado, generoso, ecuánime y cordial. Yo se lo agradezco, pero también me avergüenzo, y procuro que nunca vea el color rojo que se apodera de mi rostro, mi mucho rostro, cuando la hipocresía deja paso a la soledad. Suelo correr al baño a lavarme la cara con agua fría. El espejo del baño no es tan cruel como el de mi maldito dormitorio, ni tan partidario y optimista como su colega del recibidor. Respeta mis esfuerzos cuando me arreglo para salir a la calle y adquiero una compostura decente sin dejar de ser el que soy. Sin hipocresía, porque da mucha vergüenza entrar limpio en un cuarto de baño y salir sucio, el espejo me ayuda a retocarme. Más que la identidad que me separa de los otros, se preocupa de la identidad retocada que me acerca a los demás. Cada día estoy más convencido de que el arte de vivir consiste en llevarse un buen espejo de baño a una isla desierta.

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