Ya piensan en el después
Era inimaginable que un episodio como la Copa del América suscitase tal aluvión de expectativas en un país tan poco marinero, que no es lo mismo que playero. La euforia, además y singularmente, es coparticipada por Castellón y Alicante con similar entusiasmo al cap i casal, lo que confirma que une más un pelo de economía que todo un cronicón de historia común. Ningún otro fasto ha despertado tal germanor con las capitales hermanas. Ni siquiera la autopista del Mediterráneo que se concibió metafóricamente como el eje vertebrador puede compararse a esta comunión náutica en la que las comarcas de l'Alacantí y La Plana pujan por convertirse en sedes de la competición regatista y comerse su parte del pastel. Lo que está muy bien, por otra parte.
Estamos sin duda ante un desafío excepcional ante el cual se nos exige -digo del País Valenciano- demostrar capacidad de organización y movilización de nuestros talentos y fuste emprendedor. Sin ceder al escepticismo, la verdad es que uno, hijo de esta tierra y envejecido en sus odres, cruza los dedos y se encomienda a la Providencia si es que ha de confiar, como parece, en el talante de los gerentes, munícipes, políticos y empresarios que han de timonear la maniobra. Sin embargo, por muy justificadas que estén las cautelas, habremos de dar un voto de confianza a los responsables de llevar a buen puerto esta iniciativa sin precedentes. En el peor de los casos, es casi seguro que a la par de las transformaciones urbanísticas que propiciará el evento, se abordarán deficiencias tales como el desamparo de la asistencia médica nocturna, el servicio de taxis y, acaso, la huelga crónica del metro y la profusión de pintadas en la ciudad.
O sea, que somos optimistas a pesar del deprimente ambiente consumista de estas fechas. Tanto que ya nos preguntamos por el día después del evento, acerca del cual es previsible que sus artífices no hayan dedicado un solo minuto. Y no se lo reprochamos, pues todo ha de seguir un orden. Pero tampoco conviene que lo soslayen de su agenda porque, al margen de que parezca una anticipación inoportuna, ya nos desasosiega la resaca del esfuerzo que se reclama. Nuevas viviendas de alto vuelo, un sinnúmero de plazas hoteleras y no hablemos -porque no nos percatamos de ello- del despliegue de servicios y ofertas de toda laya. Algo muy atinente mientras cunda la vorágine velera, pero que puede convertirse en un atracón indigesto para el metabolismo de una ciudad -unas ciudades- que, por más que se quiera, tienen unos parámetros demográficos y vitales ciertamente mediocres o medianos, si no queremos herir a sus heraldos.
Un interlocutor avezado a los grandes números y consumado viajero nos evocaba el síndrome de la Sevilla del quinto centenario, con sus suntuosas instalaciones cuajadas de jaramagos, en contraste con la Barcelona post olímpica y vitalista, y nos desafiaba a adivinar cuál de los desenlaces nos espera. No nos incumbe tal ejercicio de prospectiva, pero sí es un asunto que debe preocupar a quienes, agonistas de este acontecimiento, pueden cometer el error de confundir este País Valenciano con una burbuja ilusoria que se pinche y nos deje enervados cuando baje el telón de esos sucesos insospechados. O sea, que bienvenido sea el maná y que lo gocemos, pero que no nos sepulte. Hay precedentes y conviene ser precavidos.
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