No tengo psicoanalista
Como uno tiene, tenía, muchas barras, muchos camareros y algunas camareras, pienso, pensaba, que se podía ir por la vida sin psicoanalista. Incluso sin psiquiatra. Tengo que modernizarme. Menos bares y más Woody Allen. Tiene razón Pedro Almodóvar, el solitario de La Mancha, casi todas las noches ya han sido. Ya las vimos, las vivimos, las bebimos. Se repiten, como se repetían los jueves para Gabriel Ferrater. Como la morcilla. Ángel González, que ya ha vuelto a su ramadán de Alburquerque, escribió que la historia de España es como la morcilla: se hace con sangre, se repite. Eran otros tiempos. Ahora es raro que nos den morcilla. Ahora dan congresos internacionales. Para eso, para celebrar el final del Congreso Internacional Pedro Almodóvar, estuve en Cuenca. Volví a mis lugares del crimen: la barra de La Ponderosa. Una taberna de culto para Vázquez Montalbán, Antonio Saura, Lorenzo Díaz, el pintor Bonifacio y los innumerables amantes de lo mejor de la vieja cocina. Descansé en la Posada de San José, antigua residencia de los niños cantores de la catedral. Muy cerca está la Fundación Antonio Pérez, ex librero en París, muy estimado por su arte de mirar para otro lado cuando robábamos libros en La Joie de Lire. Hace ya unas décadas que Antonio Pérez vive en Cuenca con sus objetos encontrados, su editorial y, ahora, instalado como un abad descreído, rigiendo su convento / fundación, donde se pueden visitar parte del mejor arte pop español y los impolutos Millares.
Irreal Cuenca. Con una nueva calle llamada Pedro Almodóvar, que comunica la moderna Universidad con el supermercado Alcampo. Dos mundos muy almodovarianos. El serio y el popular. Pedro ya no va al supermercado; creo que Alaska tampoco. El último superviviente de los felices ochenta que visita los super y las tiendas del todo a cien es Paquito Clavel. Hace tiempo que los de la movida, como los viejos mercados, ya no son lo que fueron.
Ahora el modelo de supermercado cultural, el lugar preferido para el consumo y la fuga en estos tiempos escéptico / eclécticos del final de la era aznarí es la FNAC. Esta semana, el superculto madrileño, heredero de los parisienses que fundaron reciclados troskos franceses, celebró su décimo aniversario. En su fiesta se pudieron ver las nuevas calvas, canas, modas y modos de los que en otra época quisieron ser -y algunos lo consiguieron- chicas y chicos Almo-dóvar. Quien sí estaba de fiesta en el peculiar supermercado era Juan José Millás, que hace dos décadas andaba por otros vuelos y ahora aterriza encantado donde el mundo se llama Almodóvar. Millás es uno de los pocos que sin ser de la trouppe ya ha visto La mala educación. Una obra maestra, sostiene Millás. Por lo que cuentan, la cosa no va muy católica. Menos mal que Almodóvar, de momento, no se tiene que casar por la Iglesia, ni hacer examen de conciencia, ni decir la verdad al confesor, ni siquiera cumplir la penitencia. No pasaría el examen ni con recomendación principesca. Parece que él también está más cerca de un psicoanalista que de un cura.
¿Se habrá enterado Almodóvar de que en su congreso estaba el psicoanalista de Letizia? Pues sí, allí estaba, soy testigo. De mediana edad, moderno sin excesos, paseando entre los profesores, elegante, con aspecto entre inglés y jugador de golf y con algo que me recordaba, en interesante e intelectual, a un cantante de los Brincos. Prometí no desvelar el nombre de este español / sefardí que guarda los secretos mentales de la futura. Me callo, pero le pido cita.
Surrealista Cuenca. Levítica y capital de las turbas, del resoli y la semana de música religiosa. No pasa nada, dios y el diablo pueden convivir entre sus piedras y sus contradicciones. Siempre hay que aprender del diabólico cristianismo de Pepe Bergamín, el que seriamente recomendaba aquello de: "con los comunistas hasta la muerte, ¡pero ni un paso más!". La otra noche, después de una divertida, elegante y republicana presentación -tan elegante como para añorar los abrigos de vicu-ña- que hicieron del excelente libro de memorias y travesías de Jaime Salinas, Vicente Molina Foix y Miguel Ángel Aguilar, me encontré en el Círculo de Bellas Artes al cura Luis Lezama. Sacerdote, hostelero y responsable de que el flaco Bergamín tomara sopas y buen vino en sus años madrileños de vecindad frente a Palacio. El escritor vivía encima de la taberna del Alabardero, una de las muchas del cura Lezama, que debe de tener una bula para eso del voto de pobreza. Lezama, el hostelero clérigo, me contó que una noche Bergamín le reclamó por teléfono con muchas prisas, con urgencia de extremaunción, para que subiera hasta su ático porque tenía la visita de un ladrón. El sacerdote subió sin viáticos, sin armas, pero con reloj. Se encontró con la puerta abierta, pasó sin llamar y allí estaban Bergamín sentado en su sillón y un tipo con aspecto de pocos amigos en el centro del pequeño salón. El intruso cerró la puerta y, dirigiéndose al cura, dijo: "¡A ver qué trae usted! Porque este cabrón de viejo... ¡sólo tiene libros!". Les salvó el reloj del padre Lezama. Con curas así, ¿para qué los psicoanalistas?
En Cuenca no vimos curas ni diablos. Sí vimos el pasado en dos apariciones, una: Geraldine Chaplin. Flaca como Bergamín, elegante como Salinas, graciosa como su padre y misteriosa como en aquel fotograma de Saura. Allí estaba en el mismo puente que cruzó hace treinta años tocando un tambor de Calanda en la película Peppermint frappé. Me pareció un regalo de Buñuel.
La otra aparición fue vista y disfrutada en compañía del clan Almodóvar. Menos Pedro, que prefirió ver perder a Ferrero en la televisión. En una discoteca de la ciudad alta vimos la actuación de un grupo de un lugar de La Mancha, Insulina and the Ponny Girl. El espíritu revivido de Almodóvar / McNamara. Un regreso a los tiempos en que nos gustaba salir de casa. Me voy al psicoanalista.
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