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Columna
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Fiestas

Hubo un tiempo en que la gente tenía traje de domingo, un traje especial para los domingos y días de fiesta. Quien no tenía traje de domingo no iba a la iglesia, observó el hispanista Brenan, cuando recorría Andalucía hace muchos años. El traje se usaba también para ir al médico, y no tener traje de domingo causaba devastadores efectos en la salud física y moral. Supongo que tres domingos, es decir, tres días de fiesta seguidos, constituirían un problema angustioso si sólo se contaba con un traje de domingo.

Los domingos han perdido su traje especial, pero todavía conservan una especial angustia, un aburrimiento fuera de lo común, de mucha televisión (la televisión pone los ojos tristes). Ahora me caen encima tres días de fiesta, tres domingos sucesivos: un domingo-sábado cívico-patriótico, un domingo aunténtico y un domingo católico que cae en lunes (otro día en sí mismo duro). Entiendo a la gente que, aprovechando el domingo, huye de la angustia del descanso, a cualquier sitio, aunque el descanso nos alargue la vida: el aburrimiento es la única medicina que alarga la vida verdaderamente, según recetaba el poeta Carner.

Un domingo de 72 horas es una dosis brutal. Yo oí mucho en mis domingos de la juventud una canción de un conjunto que se llamaba Velvet Underground: Domingo por la mañana era su título, y era más triste que una tarde televisiva y dominical. "Detrás de ti sólo tienes años desperdiciados, pero no pasa nada, alguien te llamará", decía el alegre vocalista. Y alguien te llamaba y te ibas a buscar máquinas de discos por los bares granadinos. Entonces los bares tenían máquina de discos, otra bendición. Recuerdo el bar San Remo, cerca de Puerta Real, y recuerdo un bar que existía increíblemente en un piso, en la calle Ganivet.

Entonces el día de la Inmaculada era el día de la Madre, y no sólo el día de un dogma promulgado en 1854 por el papa Pío IX, según el cual la Virgen María nació sin pecado original, una idea muy interesante. Es una casualidad, pero este papa (en su día, esperanza de los liberales) también promulgó una constitución para sus territorios, que luego fue perdiendo uno a uno. Cuando en 1870 se quedó sin reino, lanzó otro dogma: el de la infalibilidad del Papa, un hombre que, aunque perdiera reinos, siempre tendría razón. Fue un papa moderno, muy de su época: excomulgó a los demócratas e inauguró en 1856 una línea ferroviaria, la Roma-Frascati, en la que, según mis noticias, disponía de vagón propio con altar y reclinatorios de clase preferente.

Lo recuerdo en domingo, después del domingo constitucional en sábado, mientras pienso que la fiesta cívica debería rendir homenaje de modo especial a los que, peligrosamente en muchos casos, se preocuparon de que el país recuperara los derechos fundamentales. Sé, sin embargo, que no puede ser así. Algunos que hoy se sienten absolutamente constitucionales viajaron del franquismo al posfranquismo sin pasar por el antifranquismo, y entienden que los antifranquistas son un recuerdo desagradable, alcanfórico, cosa vieja, algo que habría que enterrar en un sótano, igual que en otros tiempos merecieron la cárcel.

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