Las bajas del espíritu
La semana pasada se celebró en Madrid una reunión espiritual, que un amigo al que le enseñé la invitación recibida tachó de espiritista. No pude ir, por encontrarme fuera de la ciudad, pero el nombre de alguno de los participantes en la mesa redonda (Álvaro Mutis, Sánchez Dragó) y el propio motivo que los reunía, la muerte del espíritu, me interesaban. El citado amigo, que acabó yendo por su cuenta, me dijo después que en el sitio donde se celebraba el acto, la Real Gran Peña (esotérico nombre, desde luego), situada al comienzo de la Gran Vía (avenida José Antonio 2, rectificó él maliciosamente), lo que había era mucho fantasma. Pero yo no me fío del todo de este amigo, que es un cínico y un materialista dialéctico.
El origen de ese coloquio está en el Manifiesto contra la muerte del espíritu, difundido hace año y medio por el magnífico poeta Álvaro Mutis y el editor Javier Ruiz Portella, que contaron después con la adhesión de un buen número de escritores y filósofos por los que siento gran respeto y, en ciertos casos, admiración. Pero 18 meses es mucho tiempo incluso para una materia tan inmarcesible como el espíritu, y las cosas sucedidas desde entonces hacen que, al releer el bienintencionado manifiesto, sus grandes palabras se queden chicas o desvaídas, por mucho que los males denunciados sigan en plena vigencia: la glorificación del ocio como utopía "blanda" donde sólo caben lo espectacular, lo divertido, lo probadamente exitoso, y el desencanto que desmoviliza a una mayoría de ciudadanos a emprender el "sacrificio" de cumplir con los deberes -éticos, morales, elevadamente artísticos- del espíritu.
Aunque el manifiesto evita, con su sensata y elegante escritura, el tono exhortativo de las encíclicas, el hecho de que Mutis sea un monárquico convencido y otros firmantes (como Eugenio Trias) defensores de una místicamente imprecisa creencia en el Más Allá le dio a la iniciativa un tufo sacramental que en nuestro país -et pour cause!- de inmediato espanta a la izquierda laica. Agravaba los recelos el que, en su primer párrafo, los autores dijeran que "el manifiesto no pretende denunciar políticas gubernamentales, ni repudiar actuaciones económicas". Entre los que, sin rechazar sus premisas, vieron un asomo reaccionario recuerdo a Rafael Argullol, quien escribió, en una encuesta publicada por El Cultural: "Encuentro a faltar una mayor conexión entre la crisis espiritual, las nuevas estructuras del poder y la situación de destrucción socioeconómica que crea la forma actual del capitalismo".
En el tiempo trascurrido desde la aparición del manifiesto, el espíritu universal ha recibido heridas no menos dañinas que las que a diario le infligen la sociedad del espectáculo y el materialismo campante. Esos golpes llegan de muchos frentes y se dejan sentir en todas partes, pero a mí me preocupan, como ciudadano que soy de este país, los que recibe el cuerpo social español. Y es que en la España de los "años aznáridos", y acentuadamente en la que vivimos ahora mismo, nuestros gobernantes se llenan la boca de palabras que ellos creen espirituales y no son sino sacerdotales. Dicen "espíritu" y "cohesión social" y "enseñanza humanista" con un mimético acento norteamericano y romano (tanto "papista" como "berlusconiano"), mientras venden en subasta los bienes comunes y confunden los índices bursátiles con los valores éticos. ¿Les dirá algo la parábola de los mercaderes en el templo? La guerra de Irak y las mentiras y cinismos que hasta hoy mismo siguen envolviendo la actitud de los tres aliados "libertadores" reveló de manera fehaciente ante los ciudadanos el carácter caprichoso y comercial de la campaña. Parece, sin embargo, por desgracia, que el espíritu de la protesta se hace en las urnas fantasmagoría, quedando la sospecha de que a la hora de votar pesa más en la conciencia del elector el crecimiento económico que la miseria moral.
Mutis y Ruiz Portella acaban su texto apuntando hacia una posible causa del envilecimiento espiritual que detectan: el desmesurado poder de ese hombre contemporáneo autoproclamado -después de la muerte de Dios y el fin de los grandes relatos utópicos- patrón de la naturaleza y "dueño y señor del sentido". Ellos buscan las huellas de un misterio trascendente a la razón humana, tratando de creer en un dios con minúscula. Nosotros, idealmente, también. Pero urge hoy más desde mi punto de vista consolidar la limitada razón cívica, con sus materialismos, que el sueño milenario del alma. De "almas muertas" en manos de unos desalmados.
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