_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Literatura y memoria

La lectura de Muerte en Roma, de Wolfgang Koeppen (La Magrana en catalán; RBA en castellano), dispara sin duda la imaginación hacia horizontes inevitables. Al fin y al cabo este libro trata la herencia del nazismo como un turbio asunto de familia y no se recata de presentar a unos personajes envenenados, apenas diez años después de acabada la segunda gran guerra, por la orgía de crimen que convirtió la patria de Beethoven en un trasunto de Jack el Destripador. Koeppen tuvo la valentía, en la inmediata posguerra, de enfrentarse con un discurso incómodo a la realidad alemana de su tiempo, que ya empezaba a maquillarse con el dichoso milagro económico y a solaparse en el nuevo juego de identidades propiciado por la guerra fría. No digo que el exorcismo que los alemanes han realizado sobre su pasado sea completo -nunca podrá serlo-, pero libros como éste sirven al menos para tranquilizar las conciencias. Y sin embargo la literatura no es suficiente: hace falta un empeño sincero de la sociedad y una actuación sin fisuras de los poderes públicos. No podemos acusar a Alemania de no haber actuado en la dirección correcta. Hace poco tuvimos ocasión de contemplar como la CDU cesaba a un diputado que se permitió la frivolidad de un discurso antisemita. El partido democristiano sufrió bajas y voces contrarias, pero no vaciló. Y ahora ocupémonos del caso español.

También aquí la literatura ha realizado, brillantemente en algunos casos, su particular exorcismo del franquismo rampante. La Transición se resolvió en diálogo -como probablemente era el único modo de hacerlo- pero la escritura es un grito o un aldabonazo y eso se hizo a su tiempo: nuestras literaturas han atesorado con creces su propia Muerte en Roma. Pero, ¿y la sociedad? ¿Y el poder? Ahora que están en la cumbre los nietos de aquellos jerarcas de chaquetas blancas y camisas azules tenemos ocasión de comprobar cada día que esa actitud moralizante de la CDU es impracticable en España. ¿Dónde está el alcalde obligado a dimitir por conservar en su callejero títulos fascistas? ¿Para cuándo una condena sin paliativos por parte del aguerrido (en Irak) Partido Popular de los crímenes del franquismo? ¿Por qué no hay subvenciones gubernamentales para las exhumaciones de los fusilados en las cunetas al alba de la dictadura?

La memoria en España es un asunto de juzgado, pero de un juzgado moral, para una justicia no ciega sino particularmente lúcida. No se entiende, de otra manera, que el poder observe con extrema prevención la idea de desenterrar las pruebas vivientes de los crímenes fascistas. Al fin y al cabo, el bando llamado nacional tuvo ocasión de honrar a sus muertos y todo un Papa no olvida canonizar ritualmente a algunos de ellos, sacerdotes y monjas masacrados sin piedad con una furia sin duda digna de mejor causa. Pero a esos tiernos esqueletos que llevan sesenta años con tierra en la boca, ¿tan horrible es procurarles finalmente dignidad para su última residencia?

Los nietos de los jerarcas tienen un peculiar sentido del humor. Se parecen a Judejahn, el enloquecido protagonista de Koeppen. No tienen empacho en establecer convenios con entidades como la Fundación Volksbund para recuperar los cadáveres de los poco más de cuatro mil caídos de la División Azul, mientras le niegan el pan y la sal a la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que procura por los treinta mil cuerpos de republicanos españoles que siguen sin sepultura. La ARMH sólo pide, en el mejor de los casos, que la Administración organice un registro de los desaparecidos. Pero la Administración tiene otras prioridades. El Ayuntamiento de Castellón, por ejemplo, se desvivió para poner una esquela a Ramón Serrano Súñer, sosegado abuelito hitleriano, en cuanto se enteró de su fallecimiento. Y esto, por supuesto, son sólo pequeños signos de una actitud global.

Al final de Muerte en Roma, Judejahn mata a Ilse Kürenberg después de un coito salvaje con Laura. No se trata de Muerte en Venecia, por supuesto, aunque el libro se abra con una cita de la obra de Mann: aquí la muerte -y el amor- no es un asunto estético sino el final de una carrera vesánica. Todos los verdugos acaban aplicando la lógica de Judejahn. Pero en España, este hombre sería una referencia entrañable, como don Ramón Serrano. Tantos problemas de memoria, ¿no acabarán por contagiar el alzheimer a todo un país?

Joan Garí es escritor.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_