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Columna
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El jesuita

Es raro ver a un cura o una monja por las calles de Madrid. Durante mucho tiempo fueron un ingrediente en el paisaje urbano, aunque era más fácil encontrarlos en los medios de transporte de cualquier tipo. ¡Lo que viajaban los eclesiásticos! Raro era el vuelo -doméstico o transcontinental- donde no tropezáramos con la pareja de hermanas o con el eclesiástico varón itinerante. Los trenes parecía que no echaban a andar sin el acompañamiento de unos franciscanos o unas dominicas. Lo mismo en los autobuses de línea y en los vehículos de la ciudad. Aunque, al parecer, la crisis de vocaciones viene de lejos, sospecho que la mayoría han secularizado los hábitos o el precio de los aviones es demasiado alto. Lo cierto es que ver a un hombre en ropas talares constituye un espectáculo inusual. De paisano apenas se distinguen de un laico, salvo en el estentóreo color de sus niquis y jerséis o el alucinante diseño de las corbatas, si las llevan. Para mí fue lo más traumatizante de la transición. Dejo aparte la sombría y misteriosa elegancia de ciertos jóvenes oblatos, de impecable alzacuello y traje bien cortado.

Incluso con su negro hábito, los jesuitas son poco identificables entre las nuevas generaciones, que no conocerían el significado de la faja de seda que les ciñe la cintura. Veo a menudo a un reverendo padre de la Compañía, que vive o convive en las proximidades de mi casa. Generalmente coincidimos en la parada de algún autobús cercano, especialmente el que enfila los bulevares y luego recorre Goya y la parte alta de Alcalá. Es hombre anciano y le tengo por jesuita, precisamente por la faja, aunque me choca que lleve ajada la sotana, llena de brillos y con algún remiendo. Porta, invariablemente, una cartera de mano y va a pelo, sin recurrir a la boina, tan socorrida entre los antiguos profesos. El otro día estaba sentado en uno de esos bancos de diseño, bajo la breve marquesina, que malamente defiende de la lluvia invernal o del sol veraniego. Tengo el convencimiento de que no han sido instaladas para la comodidad del público, sino como mero soporte publicitario, perversamente diseñado para que los anuncios laterales -que suelen mostrar suculentas señoritas de admirable anatomía y apolíneos galanes en calzoncillos- tapen la visión y el vehículo aparezca de improviso. Podría decir que leía el breviario, pero no era un libro de horas lo que hojeaba, sino quizás un folleto con tentadoras ofertas inmobiliarias, en lugares apenas distantes 70 kilómetros de la Puerta del Sol. Todos los encontramos en nuestros frecuentemente saqueados buzones. O quizás fuese un manual de instrucciones para terroristas del Tercer Mundo, tema al que no han estado ajenos los hijos de san Ignacio, según he oído comentar en el pasado. Decir que en los breves minutos de espera se formó una cola sería faltar a la verdad. En Madrid no se forman colas -tan nutridas y espontáneas en la ex Unión Soviética o en Inglaterra- y la transitoria reunión de desconocidos no suele guardar prelación ni orden alguno. Llega el autobús y el reducido mogollón -como se dice, con poca exactitud- de seis u ocho personas, más el jesuita, nos lanzamos sobre la puerta de acceso, en la parte anterior, que rara vez coincide con la presunta cabecera de la fila. El primero en subir fue el clérigo, pese a su incipiente gordura y avanzada edad, lo que demostraba destreza, agilidad y experiencia. Hace muchísimos años -lo recuerdo con nitidez- los varones cedían el paso a las mujeres; los jóvenes, a los ancianos, y casi todos, a la dama embarazada y al eclesiástico tonsurado. Supongo que el que nos ocupa piensa que al que no se espabila le pilla una moto. Yo mismo, por reflejos ancestrales que no podía desterrar antes de verme damnificado por la artrosis, cedía el paso y el asiento a las personas del género femenino de edad madura y observaba gestos de recelo y desconfianza, en ocasiones reflejado en el ademán de apretar el bolso contra el pecho; luego, la incrédula mirada de quien se tropieza con una situación inexplicable.

El cura pagó con su ticket de la tercera edad y se las compuso para, en una fulgurante maniobra, tomar el asiento que acababa de desocupar un señor con bastón. Breve trayecto de dos paradas, pues nos abandonó al llegar a la plaza de Alonso Martínez, donde descendió con parejo garbo, ondeando tras sí el extremo de la ancha faja algo deshilachada. Creo que, salvo para mi enfermiza curiosidad y memoria, apenas nadie reparó en él. Ya no llama la atención ni un jesuita suelto.

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