Una dinámica propia
A diferencia de otros ámbitos de la vida de los españoles, en la actividad económica y en su dinámica a lo largo de estos 25 años, la Constitución ha sido poco vinculante. Las referencias económicas que encontramos en su articulado, en particular en el Título VII, "Economía y Hacienda", son suficientemente holgadas para que quepan opciones bien distintas de organización de la actividad económica, incluida la planificación, a la que en algún artículo se supedita incluso la libertad de empresa. En lo esencial, lo que hace la Constitución es reconocer posibilidades que en el momento en el que se formuló eran consideradas relevantes. La realidad, por un lado, se ha encargado de relativizar la virtualidad de algunas de esas opciones; por otro, ha ido reduciendo los márgenes de interpretación de muchas de ellas a medida que la economía española definía un grado de integración internacional más elevado e irreversible, en particular con las instituciones europeas, que limitaba de hecho (y en ocasiones también de derecho) la discrecionalidad de la acción política. Han sido las exigencias derivadas de esa creciente homologación con las de nuestro entorno las que han ido delineando los perfiles organizativos e institucionales de la economía española sin que, dada esa genérica formulación de los pocos artículos referidos a la actividad económica, haya existido vulneración alguna de cierta significación de los principios constitucionales.
ARTÍCULO 128, 1. Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general
Aunque entre los constituyentes hubiera habido economistas suficientemente conocedores de la dinámica de los sistemas económicos, no habría sido fácil anticipar el signo y la intensidad de los cambios que pocos años después empezarían a transformar la escena económica internacional y, con ella, la española. La posición dominante entre académicos y políticos, todavía a finales de los setenta, era la de la gradual convergencia de los dos sistemas económicos en torno a los cuales se polarizaban entonces las formas de organización económica: los basados en la planificación central y aquellos cuyas decisiones de asignación descansaban fundamentalmente en el mercado; estrecha era la correlación de ambos con la propiedad pública o privada de los medios de producción, respectivamente. Una situación tal ayuda a explicar las referencias al carácter social de la propiedad, o el reconocimiento de la iniciativa pública en la economía que aparecen en algunos artículos de la Carta Magna. La dinámica en la que se vio inmersa la economía española a medida que el horizonte de incorporación a las instituciones europeas iba concretándose coincidió con una hegemonía de aquellas opciones de política económica que, además de simplificar la dimensión económica del sector público, lo hacía con sus activos. Ya fuera por el convencimiento de la eficiencia asignativa del mercado frente a las decisiones públicas, por la reconversión de sectores industriales enteros en los que las posiciones de empresas públicas eran destacadas, o por las más perentorias necesidades recaudatorias y de reducción del déficit y el endeudamiento públicos, durante los ochenta se inicia una cascada de transferencias de propiedad hacia el sector privado en toda Europa, a la que en modo algunos sería ajena la economía española. Paralelamente, la obligada lucha contra la inflación también acaba homogeneizando la restrictiva utilización de las políticas de demanda. Una transición tal tiene lugar incluso en países con Gobiernos de larga tradición socialdemócrata, donde el papel del sector público era explícitamente más importante y activo que el que tenía en España.
Cesión económica
La asunción por la economía española de todos los proyectos de perfeccionamiento de la integración europea, y muy particularmente el de la unificación monetaria, se traduce en una sucesión de cesiones parciales de soberanía en materia económica y financiera, de difícil anticipación cuando se formuló el texto constitucional. La exigencia previa de autonomía del Banco de España y las poco posteriores de reducción del déficit y de la deuda pública a los límites establecidos en el vinculante Tratado de Maastricht culminaron, tras la introducción del euro, en la más importante cesión voluntaria de soberanía económica de la historia de España: la de la moneda propia y la capacidad para definir una política monetaria específicamente nacional. Culminaba así una de las paradojas de mejores resultados para la economía española: la restauración de la democracia hizo posible una completa integración en las instituciones europeas que, a su vez, han ido limitando, gradualmente pero de forma significativa, el margen de discrecionalidad organizativa y de la política económica previsto en la Constitución. Quién iba a decir que la modernización económica de España iría pareja a la reducción de la autonomía de los propios españoles que formalmente reconocía la Constitución. En ella se contemplan como posibles unas decisiones o se subordinan otras (a intereses generales, como la solidaridad y a principios como "la función social de la propiedad") cuyo alcance ha quedado seriamente relativizado tras las transformaciones operadas en este último cuarto de siglo. Algunas de esas transformaciones no han impedido que en circunstancias concretas, como las actuales, sea invocada la Constitución, como ocurre con el artículo 47, el que reconoce el "derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada".
Donde la Constitución sí ha dispuesto de un carácter mucho más vinculante ha sido en la articulación territorial de la actividad económica y financiera. En consonancia con el modelo de Estado de las Autonomías, competencias fiscales y de regulación y supervisión de determinadas entidades financieras, como las cajas de ahorros, han alcanzado un grado de descentralización formal ciertamente importante, propio de los Estados federales más consecuentes. Curiosamente, ese ha sido el ámbito más propiciador de la inestabilidad interpretativa del texto constitucional.
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