Poder que deriva de la ausencia de poder
La Monarquía es la única institución que permitió establecer un enlace jurídico y político entre el franquismo y la democracia instaurada por la Constitución española de 1978. A este respecto fue decisiva la figura personal de don Juan Carlos, quien acabaría por encarnar una extraña mutación alquímica, capaz de implantar un proceso democrático desde la misma legitimidad jurídica de la dictadura. Es difícil hacer conjeturas sobre qué hubiera ocurrido si en vez de optarse por la vía "reformista" desde el franquismo, la política española hubiera seguido un camino más "rupturista". Lo único cierto es que el decisivo protagonismo político del Rey en los primeros momentos de la Transición favoreció dicho tránsito peculiar de un régimen político a otro. En aquellos convulsos años en los que fenecía un régimen pero aún no había una clara plasmación de otro alternativo, la figura del Rey contribuyó en gran medida a aminorar la casi permanente situación de incertidumbre y ansiedad sobre el futuro político, y a convertirse en el sostén legitimador del movimiento de los otros actores políticos centrales.
ARTÍCULO 1, 3. La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria
ARTÍCULO 56, 1. El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones
No hay que subestimar, sin embargo, los importantes problemas de plasmación jurídico-constitucional y de legitimidad democrática que suscitó el acomodo de esta institución al nuevo orden político. Reinstaurar una monarquía en el último tercio del siglo XX, algo inédito en las constituciones europeas desde después de la II Guerra Mundial, y satisfacer a la vez las exigencias y expectativas puestas en el nuevo sistema democrático no fue tarea fácil.
Con la perspectiva que dan los años, puede afirmarse que, tanto la solución constitucional, que dotó de legitimidad jurídico-formal a la Monarquía, como los propios acontecimientos políticos a los que nos acabamos de referir, acabarían por hacer de la Corona un elemento plenamente integrado en el nuevo orden. Y puede que el paso decisivo para este acomodo legitimante proviniera del propio papel de don Juan Carlos durante el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Pero también la regulación constitucional específica de esta institución, perfectamente integrada ya a los requerimientos de una democracia avanzada.
En efecto, una vez salvada esta situación de excepcionalidad de la figura del Rey durante la Transición, el ejercicio de su actividad pública se ha ajustado como un guante a las disposiciones constitucionales que regulan las funciones de la Corona y dan cuerpo a la norma programática que establece que "La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria" (artículo 1.3). En esta forma política, el Rey, que ostenta la Jefatura del Estado, aparece privado de poder político real y reducido a una función esencialmente representativa, moderadora y arbitral de las instituciones. La mayor peculiaridad de esta figura, y aquí es donde se percibe a la vez el poso histórico y la neutralización política de la Monarquía, es que pasa a ser un órgano del Estado desprovisto de responsabilidad. Los actos del Rey no se le pueden imputar a él, porque equivalen a la mera formalización de funciones constitucionales que en realidad corresponden a otros órganos o poderes del Estado (por ejemplo, la sanción y promulgación de las leyes o la propuesta de candidato a presidente del Gobierno y su nombramiento, en su caso). De ahí que todos sus actos estén sujetos a refrendo por parte de los auténticos responsables de los actos que realice el Monarca (presidente del Gobierno o los ministros competentes). Se da así la gran paradoja de que todo el poder del Rey, su auctoritas, deriva precisamente de carecer de poder efectivo, que en toda monarquía parlamentaria se atribuye en exclusividad a órganos dotados de legitimidad democrática. Puede que esto sea lo que ha permitido la supervivencia histórica de la Monarquía, pero también su gran eficacia como órgano representativo y moderador que personifica la identidad del Estado como un todo.
Un aspecto aparte, que da lugar a prolijas disposiciones constitucionales, es la aplicación del principio hereditario, la regulación sucesoria. Y aquí se ha observado reiteradamente la posible incoherencia existente entre la declaración del principio constitucional a la igualdad y el establecimiento de la prioridad del varón en el orden sucesorio. La íntima vinculación de la Monarquía al juancarlismo, al ya aludido "papel personal" del Rey durante la Transición, deja, sin embargo, en el aire la valoración política que en el futuro quepa otorgar a la Corona.
La cuestión sucesoria
LA CORONA, según el artículo 57 de la Constitución (Título II), "es hereditaria en los sucesores de Su Majestad don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica". La ley fundamental establece que "la sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos". Esto plantea que una hipotética hija primogénita del príncipe Felipe, cuando éste sea Rey, y de Letizia Ortiz quedaría relegada, en el orden sucesorio de la Corona, respecto a un hipotético hermano menor.
La discriminación por sexo contenida en el artículo 57.1 fue evocada por la sentencia del Constitucional que justificó en 1997 la preferencia masculina en la transmisión de títulos nobiliarios con argumentos tomados de la regulación de la herencia real en el Código de las Siete Partidas.
La revisión del Título II exigiría la aprobación de la iniciativa por mayoría de dos tercios del Congreso y del Senado, la disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones, la ratificación por mayoría de dos tercios en cada Cámara y un referéndum.
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