Cosecha de la vocación tardía
Sigue sucediendo con inveterada normalidad: la incorporación de nuevos autores no supone ninguna agitación en las rebosantes aguas de la narrativa actual, sino el mero ejercicio del derecho de concurrencia. Hace más de un siglo, con una gracia que no ha perdido ningún encanto, Oscar Wilde escribió: "En los viejos tiempos los hombres de letras escribían los libros y el público los leía. Hoy en día el público escribe los libros y no los lee nadie". El lector, en efecto, parece haber renunciado a su condición de receptor, y se ha promovido a activista de las letras. Esta estimulación contagiosa es la causa, al parecer, de la profusión de tantas nuevas editoriales de hoja caduca y de tantos nuevos novelistas, cuyas obras son frutos de temporada. Un fenómeno de participación convulsa, comprensible en las jóvenes generaciones, pero que alcanza también a personas que se añaden, con cincuenta años cumplidos, a la nómina de nuevos autores. Nadie, por lo visto, quiere perder la oportunidad de agregar a la literatura un libro con su nombre. Estos narradores maduros vienen de profesiones diversas, en especial del periodismo, actividad muy proclive a ser tentada por la magia de la literatura, pero también hay traductores, catedráticos, fotógrafos, igualmente decididos a probar suerte en el territorio de la ficción. De esa legítima opción a la escritura cabe inferir, retorciendo el augurio de Mallarmé, que todas las profesiones tienden al oficio de escritor.
En todo caso, la casualidad lo ha dispuesto así en esta página, sin que la cohabitación suponga que comparten alguna característica común. Sus propuestas son muy distintas, aunque pertenezcan a una misma generación (con la excepción de Txema García Nieto). Aquí comparecen, en efecto, un traductor (Manuel Arranz), un catedrático de Geografía e Historia (Luis del Romero), un fotógrafo y editor gráfico (Alfredo García Francés). Los tres han pasado los cincuenta años, y en cada uno se aprecia una corrección de estilo que siempre es de agradecer, pero los empeños narrativos son convencionales, rígidos, miméticos, como si escribir consistiera únicamente en la docilidad a las formalidades del género.
Manuel Arranz (Madrid,
1950) ha dispuesto en Voy a hablaros de vosotros una serie de textos, de variada temática y breve extensión, algunos de unas pocas líneas, más próximos al apólogo que al relato propiamente dicho. El libro se configura como una suerte de esbozo de autobiografía en fragmentos, un intento de rescate de sucesos vividos o imaginados que, desde la perspectiva del tiempo, adquieren ahora una rememoración catártica. De hecho, la heterogeneidad de los textos, que en un principio desconcierta, pues parece una miscelánea arbitraria o caprichosa, se aglutinan y someten bajo la impronta de la voz del narrador, que los unifica con apelaciones al pasado ("doy por bien perdidas todas las ocasiones que he dejado pasar") o bien haciendo partícipe al lector de la experiencia común ("entonces, ¿recuerdan?, siempre había alguien que se iba a Barcelona"), lo que proporciona la sensación de estar en el medio de una conversación que el autor mantiene con sus obsesiones y deseos ocultos. Y éste es, sin duda, su mérito mayor. A Manuel Arranz no le interesa el género narrativo -al menos, no lo suficiente para elaborar textos complejos-, sino la reflexión que le suscita la relación entre lo vivido y lo que le ha quedado sedimentado en la memoria. Es decir, el lugar desde el que hoy se enfrenta a sus vivencias más ridículas o más exaltadas. Experiencias políticas de su vida de estudiante, peligrosas y cínicas amistades, amores desabridos, viejas lecturas, nuevas decepciones, todo cabe en este libro, que puede leerse como un catálogo de confesiones no siempre verdaderas.
Con El daguerrotipo, Luis del Romero (Valencia, 1951), que ya había cultivado el relato, da el salto a la novela con una historia situada en el París de mediados del XIX, en la época de bohemia de un incipiente pintor español, adscrito al realismo. Allí se topa con Baudelaire y su defensa del arte moderno, con los comedores de opio, con una intensidad vital que le llevará al fracaso. Pero el azar dispone que su frustración artística, su busca de la "reproducción exacta de la naturaleza", encuentre cauce en aquel invento, precursor de la fotografía moderna, y se convierta en un fotógrafo especializado en retratar cadáveres. El argumento, con su espesor de romanticismo trasnochado, se esfuerza en dotar a la narración de un misterio que, en general, resulta sobredimensionado, al recargar las impresiones o sensaciones del personaje con comparaciones enfáticas. Todo en esta novela es excesivo en su intento de ser expresivo. Y lo que es peor: aunque conocemos las experiencias y sentimientos del protagonista, para dotarlas de mayor veracidad el autor tiende a la exageración, y así todo aquí son amores desdichados, incomprensiones familiares, horrores cotidianos -que incluye la portera reumática y fisgona-, confabulados contra la vida del artista. No obstante, pese a su anacronismo -con leves cambios, parecería escrita en 1910-, El daguerrotipo logra transmitir esa inquietud, que a todos nos asalta, cuando vemos una fotografía de época, y no sabemos con seguridad si esa persona fue retratada viva o muerta.
El hidalgo segundón es la pri-
mera entrega de una trilogía sobre la conquista de América, bajo el título El tiempo de las mariposas, en el que aún anda metido Alfredo García Francés (Bilbao, 1949). A falta de los dos libros posteriores, hay que reconocer de entrada el formidable tesón que supone abordar un proyecto de esta envergadura sobre un periodo que, pese a la incitación de su materia novelesca, no ha sido suficientemente aprovechado. El antecedente precioso de la trilogía Las crónicas mestizas, de José María Merino, que abarca la misma época, no le quita ningún valor; su tratamiento es muy distinto. Merino, con la excusa de reelaborar una crónica original, actualiza el estilo; García Francés, por el contrario, mimetiza la prosa del siglo XVI, y ofrece así una simulación que estima de mayor interés la adecuación veraz a la época que la verosimilitud de los hechos que narra. En todo caso, las andanzas del joven hidalgo Lucas Espinosa de los Monteros, referidas aquí con su propia voz, son lo suficientemente sustanciosas para sostener la avidez de la lectura, pese a la prolijidad en que, con frecuencia, se demora el autor en su afán de mantener la morosidad, o tal vez el regodeo protocolario de la vieja lengua castellana. Las peripecias de este pobre hidalgo quedan así algo desvaídas por una retórica previsible. Aunque, por fortuna, el espíritu de aventura y el acceso a un mundo maravilloso, desconcertante y cruel, se refleja con un cuidadoso lirismo que no se permite el aburrimiento.
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