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Columna
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Ultratumba

"SI HUBIERA dependido de mí, hubiera nacido mujer", afirma Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba (Alianza), ahora de nuevo recuperadas en una edición antológica al cuidado de Arturo Ramoneda, "por la pasión que me inspira este sexo; o, en el caso de que me hubiera decidido por ser hombre, me hubiera colmado de belleza; además, para precaverme del fastidio, mi enemigo encarnizado, hubiera sido para mí asaz conveniente ser un artista superior, pero desconocido, y no hacer uso de mi talento sino en beneficio de mi soledad". En verdad, difícilmente se puede expresar mejor en unas pocas líneas el atormentado sentido paradójico con que concibe su identidad y destino el intelectual de nuestra época, que Chateaubriand, además, vivió a fondo, porque no sólo alcanzó la alta edad de casi 80 años, ya que nacido un 4 de septiembre de 1768 y muerto un 4 de julio de 1848, le faltaron justo un par de meses para llegar a ser octogenario, sino porque asistió, en primera fila, a todos los convulsos acontecimientos que marcaron el doloroso parto de nuestro mundo: la Revolución de 1789, el Imperio napoleónico, la Restauración, la Revolución de 1830 y la de 1848.

Uno de los primeros y más ardorosos ejemplos de lo que después se ha dado en llamar "intelectual comprometido", con todas las temibles secuelas que eso significa cuando semejante profesión de fe se concibe desde la independencia y no como provechosa adaptación a las cambiantes circunstancias políticas de nuestra agitada era moderna, lo que nos impresiona de Chateaubriand no es sólo o no es tanto su admirable obstinación moral que convirtió su existencia en un vertiginoso vaivén, marcado por la adversidad, sino la forma como afrontó este forzado ir y venir al dictado de los imprevisibles acontecimientos, sin que éstos aplastasen su mórbida y aguda sensibilidad, su incansable afán erótico, la compleja exigencia de su vida interior, su profunda melancolía y, en fin, su sentido irónico, estas dos últimas son las notas que mejor expresan su temperamento moderno.

Leído por sus contemporáneos con las misma fruición con que se pasmaron ante la trágica extravagancia de lord Byron, la fama póstuma de Chateaubriand ha sido quizá menos estruendosa en la medida en que los rasgos de su personalidad y su obra se confunden con los nuestros, pero nos basta con echar una ojeada sobre su apasionada autobiografía para reconocer la inquieta estirpe que alumbra el atribulado discurrir por entre lo inestable que nos caracteriza. Al final, como él predijo, con una voz que quiso de ultratumba, más por así darla una coloración profética que por mera discreción, vemos decaer fatalmente todas nuestras creencias firmes en medio de hechos increíbles, no quedando del naufragio sino el poso melancólico del desaparecer. Como Chateaubriand escribe al término de sus Memorias, podemos decir: "Me he encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos, y me he sumergido en sus turbias aguas, alejándome a mi pesar de la antigua ribera donde nací y nadando con esperanza hacia una orilla desconocida".

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