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Las paellas (republicanas) de 'Tito' Jaime

Si hubiera que definir la esencia de la personalidad de ese gran editor que fue Jaime Salinas -y que ahora acaba de publicar sus enjundiosas memorias cuyo comentario ya publiqué en Babelia-, yo elegiría una palabra que nunca ha estado de moda en nuestro país, pese al reciente resultado de las elecciones catalanas: se trata de un republicano español exiliado, que nunca ha podido regresar a España de verdad, pese a haberlo hecho físicamente desde hace ya casi medio siglo. Ni moral, ni ideológica, ni profesional, y ni siquiera sentimentalmente, ha podido hacerlo nunca del todo, pues sus "travesías" siguen perdurando a través del tiempo y del espacio, que deseo le sigan siendo prolongados. Nacido en Argelia (1925) de familia madrileña y alicantina enriquecida en la emigración, educado primero en su país natal y después en el "cuarto de la plancha" del piso burgués de su padre, el poeta Pedro Salinas, rodeado de poetas e intelectuales republicanos, expulsado al exilio en Estados Unidos, educado entre cuáqueros y lanzado a la aventura internacional al final de la segunda gran guerra, siempre lejos de su familia, pronto perdió a sus padres y no volvió a España hasta los 30 años, cuando entró a trabajar como empleado de un empresario francés para "racionalizar" -qué casualidad- la Editorial Seix Barral de Barcelona, donde colaboró estrechamente en las creaciones que lanzó su amigo y entonces jefe Carlos Barral, el primer gran editor libre de verdad de la posguerra española, cuyas iniciativas le llevaron a la ruina y a una desaparición final de la que jamás nos hemos repuesto del todo.

No le conocí hasta su llegada a Madrid, tras su salida de Seix Barral y la dislocación de aquel grupo de amigos que animaron Barcelona durante 10 años -Carlos Barral, Castellet, Gil de Biedma, Ferrater, los Goytisolo- para fundar, bajo José Ortega Spottorno con Javier Pradera y Manuel Andújar, Alianza Editorial, lanzando otro fenómeno importante, el libro de bolsillo, que perforó el mercado cultural de aquellos años, en buena medida gracias a la dirección de su parte literaria que desempeñaba Salinas. A principios de los setenta, a veces acudía, en mis viajes entre Madrid y París (donde yo era corresponsal de Informaciones), a las fiestas que Jaime Salinas organizaba todos los 14 de abril, aniversario de la Segunda República, en su complicado y espectacular piso madrileño, donde nos encontrábamos todos, o casi, desde Amparo Gastón y Gabriel Celaya -que me perseguía diciendo que le recordaba a Rafael Alberti, supongo que por mis melenas de la época- hasta Charo Ema, a quien aquellos festejos dejaban fría y se mondaba de risa, entre viejos republicanos que se escandalizaban, austeros cuáqueros y amigos que ironizaban sobre el espionaje que Tito Jaime (ya le llamábamos así) efectuaba haciendo "listas negras" (¿) de quienes asistían a las fiestas que organizaba la Casa Real Española en el Día del Libro.

Cuando volví del todo de París (donde Jaime me había presentado a Jorge Guillén, o relanzado a perseguir a Cortázar, entre algunos de sus viajes en los que siempre recalaba en el hotel Pont-Royal), fui invitado a formar parte de un selecto comité de lectura de la Editorial Alfaguara, de la que Jaime Salinas se había hecho cargo tras salir de Alianza, con la ayuda del joven Eduardo Naval, español nacido en México, hijo de exiliados, y que es por el momento el último desaparecido de esta serie en vías de extinción. Naval era el director literario de aquella colección que tan bien lanzó Jaime Salinas, y en la que ya brillaba Felisa Ramos, y que entonces asesorábamos un pequeño grupo de donde recuerdo sobre todo las grandes paellas en torno a las que Jaime Salinas nos reunía una vez al mes, entre otros al propio Naval, Javier Marías, un servidor y los siempre irónicamente conflictivos -nunca enfrentados- Juan Benet y Juan García Hortelano, que denominaban a nuestro anfitrión "el joven cuáquero", y que a su vez les calificaba de "Pompoff y Teddy", revancha bastante suave frente a la explosiva ironía de sus adversarios.

Sólo tuvimos unas pocas reuniones, escasas "paellas" inolvidables, se publicaron libros que hicieron época, se descubrió -o redescubrió- a Günter Grass, Max Aub, Julio Cortázar, Juan Benet, Juanjo Millás, a José María Merino, Luis Mateo Díez; allí me contrató mi primera traducción (Aminadab, de Blanchot, que apenas logró vender, eso nunca fue lo suyo, de ahí todos sus males); pude ayudar a Javier Marías a publicar a Thomas Bernhard en castellano; recuperamos a Yourcenar, Modiano, Miguel Torga, y hasta después colaboré en un viaje a Asturias en tren donde Salinas lanzó ediciones baratas de su nueva colección de narrativas hispánicas (¡oh, el misterioso Aliocha Coll!), pero todo terminó como solía, con la ruptura, la dispersión, la retirada a otros puestos, con Jaime Salinas (reeditando en Aguilar los restos de sus grandes colecciones, o las primeras ediciones serias de las obras completas de los amigos de su infancia y juventud, Salinas, Guillén, Gerardo Diego, Alberti y Lorca, con las ayudas de Luis Suñén, Manuel Rodríguez Rivero o José María Guelbenzu en Alfaguara. Pero las imágenes más importantes que aquel tiempo me legó son las fiestas republicanas en su espléndido, doble y complicado piso -que luego las herencias redujeron a la mitad- en la calle de Don Pedro y las inconmensurables paellas mensuales de Tito Jaime en la planta baja de la editorial Alfaguara en el edificio Torres Blancas de Madrid, que ya no volverán, a no ser que el propio Jaime Salinas nos las devuelva en la necesaria continuación de su inmensa memoria, quizá en alguna nueva travesía entre España e Islandia, o algo así.

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