Complutense, SA
Qué busca. Qué es, exactamente, lo que está buscando: ésa es, antes que ninguna otra, la primera pregunta que suelo hacerme cuando conozco a alguien. No quién o cómo es; no de dónde viene y adónde se dirige, sino sólo eso: qué busca. Conozco, por ejemplo, a un joven escritor y lo pongo en un sitio u otro dependiendo de la respuesta a esa pregunta: necesita la literatura o nada más que la quiere; busca descender hacia la verdad, a cualquier precio, contra viento y marea, o únicamente subir a la fama. O ceno con un político e intento vérselo en los ojos: sí, bueno, la libertad, la justicia, la democracia y todos esos términos grandes y tan difíciles de llenar, pero ¿qué es lo que busca, en realidad? ¿Para qué quiere ser presidente o alcalde, o lo que sea? Les resumiré mis conclusiones diciendo que muchos me hacen acordarme de una frase de Groucho Marx: "¡Eh, eh, oiga; sepa usted que yo tengo unos principios! Claro que, si no le gustan, tengo otros...".
Pero, claro, en esta vida uno sólo puede avanzar hacia sí mismo nadando a contracorriente, como los salmones, porque nuestras sociedades plantean sus exigencias, dictan sus normas, proscriben la rebeldía y amenazan una y otra vez con dejarnos al margen de sus paraísos. Y, sobre todo, nos meten en la sangre el veneno de la prisa: hay que hacerlo todo como Dios manda, sin salirse de la fila y rápido; si no, los demás te ganan, se quedan con los puentes y te dejan los abismos. Uno de esos abismos, quizá el más hondo de todos, es la falta de trabajo. No tener trabajo es un drama, y tenerlo ya no es un derecho, sino una bendición. Creo que ésa es una idea lógica, dadas las circunstancias, pero también peligrosa. Lo creo, por ejemplo, al pensar en la Universidad y en qué la han convertido.
Vivo muy cerca de la Universidad Complutense, que en estos días es, para mí, el lugar más bello del mundo, con su noviembre amarillo y sus hojas de un rojo crujiente, caídas como para que puedan oírse sobre ellas los pasos secretos de algún ángel. Al conducir o caminar cerca del campus, junto a las facultades, veo y escucho lo mismo que veía y escuchaba cuando era un estudiante: chicas y chicos cargados de libros y apuntes, con los dedos azules de tinta; conversaciones sobre materias, profesores y exámenes. Pero ahora hay una diferencia: los alumnos siempre hablan de las salidas. Elegí esta carrera porque tiene muchas salidas. Me hubiese gustado matricularme en filosofía, por ejemplo, pero es que no tiene salidas. Cuando hablan, a principio de curso, de la Universidad, los medios de comunicación también se refieren a las salidas. Y los padres, los maestros de las escuelas, todo el mundo habla de lo mismo: las salidas. Debe ser porque todos nos consideramos, de un modo u otro, encerrados.
El problema es que a la Universidad no se tiene que ir a buscar trabajo, sino cultura. A las facultades se va a buscar conocimientos que después nos sirven para la vida real, claro que sí, pero sólo entonces: después. La Universidad depende del Ministerio de Educación, no del de Trabajo, y, desde luego, sus clases no son oficinas del Inem, pero a veces oyes hablar tanto de las salidas, del futuro y del empleo, que te da la sensación de que no hay lugar ni para el presente, ni para el placer de aprender, de formarse intelectualmente con paciencia, con lentitud. Ya sabemos que el humanismo no lo tiene fácil en este planeta inhumano, pero me imagino la depresión de muchos profesores cuando se den cuenta de que las penurias de este mundo competitivo pero escaso les achican su papel de educadores, de maestros, y les convierten en entrenadores de futuros asalariados, o algo así. Qué pérdida de tiempo, para las dos partes.
Sería fantástico que, ahora que se hacen campañas para, por y contra todo, también se hiciese una para recordar que la Universidad debe ser el granero de la cultura, del conocimiento, no un simple trampolín. Luego viene lo demás. La vida es corta, pero dura mucho y hay tiempo de sobra para las cosas prácticas, por lo general. O tal vez no. Igual todo esto que estoy diciendo es una utopía. Y eso me asusta porque recuerdo muy bien que, hace poco, una admirable columnista de este mismo periódico confesó haber descubierto que "la utopía ya es parte del Infierno". ¡Ufff! Nunca antes la palabra Infierno me había dado tanto frío.
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