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Reportaje:VIAJE DE CERCANÍAS

Castellón, ida y vuelta

Frente a la plaza de Toros de Valencia funciona un curioso semáforo provisto de cronómetro digital. La novedad pretende ser útil al peatón quien, a la vista del segundero y siempre que no lo confunda con un numero de turno en la Seguridad Social, procura ajustar la velocidad de sus pasos a la que le marca el reloj.

Pero este marcapasos te pone nervioso. La cuenta atrás arranca en el segundo 40 y antes de descender al 25 te das cuenta de que no será posible cruzar la calle de Xátiva, que es ancha, en el tiempo que exige este artilugio. Así que, primero trotas, y después galopas. Porque si no lo haces así, los cornúpetas del volante te embisten en pleno paseíllo y acabas saltando de cabeza la barrera bajo el estrépito de las bocinas.

Distingo a dos tipos de fumador: el que fuma para excitar y el trascendente. Falta mi preferido: el que mordisquea y escupe al suelo

¿A quién beneficia esta maldita carrera? ¿A Renfe? ¿A la parafarmacia de la Estación del Norte? ¿A los chorizos que merodean por allí?

Porque es un hecho que los viajeros entran en la Estación tan convulsionados que ni siquiera se fijan en el tren que deben tomar. Suben en el primero que encuentran y, sólo allí, se tranquilizan y olvidan la experiencia del marcapasos.

Observo todo esto cuando me dispongo a salir yo mismo en el tren de cercanías que va a llevarme a Castellón. No sé exactamente qué demonios se me ha perdido en una ciudad de 160.000 almas en la que todavía no existe un Corte Inglés. Es raro. Pero luego pienso que a lo mejor lo que me atrae es precisamente eso, que no haya un Corte Inglés (de momento), ni sus ofertas con las que arruinarse.

En cuanto al tren, puedo asegurar que es limpio, silencioso y puntual. Parece un tren suizo atravesando un paisaje de huertas asfixiadas entre altos bloques de viviendas. Y además ponen música clásica. Y cada vagón dispone de papelera.

En una hora justa ya estoy en Castellón, paseando con calma hasta el centro de la ciudad. Atravieso un parque donde los pensionistas juegan a la petanca y sigo caminando por una larga avenida llena de cajas de ahorros y bancos en los que te regalan ollas a presión (BBVA), relojes de pulsera de Pablo del Hierro (La Caixa), bandejas para el té (Ruralcaja), o vajillas de loza (Valencia) siempre, eso sí, siempre que ingreses 2.500 euros por los que te ofrecen un astronómico interés del 0,10%.

Me armo de valor y, a cara descubierta, entro en uno de estos bancos tapizado de ollas hasta el techo, y le pregunto a un cajero por qué no se dedican directamente a vender menaje de cocina en lugar de perder el tiempo con el vil metal. Al oír esto, el cajero se pone algo mosca. Debe creerse que está ante un atracador o, en el mejor de los casos, ante un loco. Dice: "Espere un momento que el director estará encantado de atenderle".

Pero yo no deseo importunar a ningún director, sobre todo si ya emerge del despacho soltando vapores, así que vuelvo a la calle a toda prisa y reanudo la marcha hasta la plaza de la Independencia donde, en lugar de un monumento al valor del 2 de mayo, plantaron una sencilla farola con cinco brazos, y se acabó. Esto es muy de agradecer en tiempos de cutrerío patriótico, cuando nos tienen hartos de héroes y de tumbas.

Más adelante me detengo en la plaza de Tetuán (Castellón tiene muchas plazas), donde sobresale una escultura sin título ni autor, un tanto fálica. No sabría describirla más que aludiendo a la Pantera Rosa o al Parotet Azul. Un paseante lo ratifica: es del mismo escultor valenciano, y se llama (la escultura) Minerva Paranoica. Le doy un par de vueltas a la diosa y reconozco que no sé qué pensar. Por tanto no pienso: me limito a leer sus lacónicas pintadas a la altura de las nalgas: "Perdóneme usté ke robe pa comer", reza la primera. "Ni culebra ni culebrón, ni que fuera maricón", dice textualmente la última.

Estos y otros aforismos proporcionan las claves de la realidad socioeconómica y cultural del momento, y como la cacharrería de los bancos, son un fiel exponente de nuestra mal disimulada codicia.

En la plaza del Mercado tropiezo con varios coches funerarios tapizados de coronas de flores y crespones negros. Están junto a la torre de El Fadrí, que es el campanario separado de la iglesia. Quiero decir que, soltero y sin compromiso, el campanario va por un lado; y la iglesia por otro, conforme al espíritu del catolicismo posmoderno.

Las calles se ven animadas. Pero aún más lo parecen los edificios que, unos retranqueados, otros no tanto, unos muy altos, otros bajísimos y todos en un desorden descomunal, recuerdan la dentadura postiza diseñada por un ortodoncista beodo. ¿A quién se debe este caos urbanístico? Un peatón dice que el alcalde es arquitecto, y además del PP, y luego otro peatón añade que la persona más rica de Castellón no es ningún naranjero, ni siquiera un ceramista: es un constructor llamado Batalla. Más no le puedo decir.

Por fin desemboco en la plaza de María Agustina, que es lugar de multitudinaria reunión de palomas y rumanos. Aquí está la Oficina de Información, pero también la Subdelegación del Gobierno. Ambas tienen morbo. Así que le pregunto a un ocioso rumano qué opción me aconseja. Lo piensa y dice que vaya a la capilla de la Santísima Sangre, está en la misma plaza. Me gustará. Pero a tanto no llego y, antes de que una paloma me ensucie desde lo alto, cosa que no paran de hacer hasta con los rumanos, me refugio en la Oficina de Información, donde pregunto quién es la señora que ocupa el pedestal de la plaza sin leyenda alguna a sus pies. ¿Se trata de Agustina de Aragón?

"Ni mucho menos. María Agustina fue la primera esclava a la que sus amos, la castellonense familia Feliu, le dio la libertad en el siglo XVIII", dice de corrido la empleada de la oficina. No me aclara si la citada esclava era rumana o de algún otro país del Este.

Pero aquí mismo me muestran un recorte del diario Mediterráneo en el que se aportan datos de los inmigrantes con papeles en Castellón. A la cabeza están los rumanos (18.377), seguidos de los marroquíes, que suman 1.648, y de los colombianos, que son 1.485. En la cola hay un solo inmigrante de la Santa Sede, también con papeles aunque descolgado, pero nadie lo conoce.

¿A qué se dedicará este hombre? ¿Será un descendiente del Papa Luna? ¿O tal vez un agente secreto de la inteligencia vaticana?

Con estos interrogantes penetro en el Museu de Belles Arts, cuya visita aconsejo, pues sólo el edificio es una obra de arte que mereció recientemente el premio nacional de arquitectura y, además, posee una valiosa colección de cerámica y pinturas.

Es hora de regresar a la estación. Lo hago fijándome muy bien, aunque disimuladamente, en las personas con las que me cruzo en la calle: descubrir al misterioso inmigrante de la Santa Sede es todo un desafío.

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