Muñecos de nieve
El miércoles, en Oslo, los gnomos del sur se hicieron futbolistas y cambiaron de nombre. A ratos se llamaron Vicente, a ratos Valerón y a ratos Alonso, Raúl o Salgado. Conforme avanzaba el partido Noruega-España, empezaron a probarse números y camisetas, renovaron su repertorio de diabluras y ocuparon el cuerpo de los chicos de Iñaki Sáez por riguroso orden de participación en la jugada.
En la banda, oculto en el doble voladizo del banquillo y de la gorra, Iñaki se mordía el labio y hacía un forzado intento de levantar la mirada, la libreta y el ánimo. Se sentía en situación de peligro inminente; sabía que dos docenas de quintacolumnistas le tenían preparada la nota necrológica y que sólo esperaban la confirmación de sentencia para conducirlo al paredón.
Pero los gnomos se rebelaron. En un momento de exaltación, el insurgente niño Vicente agarró la pelota, agrupó en un recorte malévolo toda su picardía mediterránea, dio cuatro latigazos con la cintura y empezó a derribar noruegos como la excavadora derriba los muñecos de nieve. De pronto, había dejado sin corriente eléctrica, es decir sin pies ni cabeza, a la línea de robots enfriados en el polo y templados en Gran Bretaña que llegaban jadeando desde los fiordos. ¿Y Valerón? A los gritos de olé, olé, olé, hizo todas las faenas de la feria de San Isidro juntas. Con su voz aflautada pidió la pelota, le dio una mano de azúcar glas, interpretó el toreo a la verónica con el pecho adelantado y después citó de frente al defensa central y le pegó seis manoletinas de durse.
También participaron en el tercio de quites Salgado, Alonso y Etxeberria; cada cual a su estilo. Salgado metió tres caños de acero, Alonso irradió juego como una lámpara y Etxebe cabeceó en un movimiento imperceptible el melón que había despejado el portero local: en semejante estado de iluminación, lo habría metido igualmente por el hueco de la gatera.
Y a veces los gnomos se apoderaban de Raúl. Entonces una chispa de malicia suburbana recorría el área. Bajo el brillo de sus galones, las maniobras del equipo se cargaban de una misteriosa energía interior sólo posible en las profundidades del subsuelo o en las grandes timbas del extrarradio.
Fue en una de ellas cuando conectó con Valerón y consiguió empalmar un pase ligero como una pluma con un tiro curvo como el canto de una guadaña. Su aparición provocó varios efectos radicales: la hierba se abrió, un fogonazo iluminó la base del poste, un zumbido de hélice espantó la bandada de avechuchos que se habían posado en el palo y el balón salió, volando, con destino a Portugal.
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