Augusto Abelaira, escritor
Sólo vi a Augusto Abelaira una vez. Mário Soares, primer ministro, había invitado a quince o veinte escritores para discutir sobre el traslado de Fernando Pessoa a los Jerónimos. Yo había comenzado a publicar y, de una sentada, me encontré con las celebridades en bloque. Las conocía por las fotos de los libros y me parecieron muy viejas y muy feas, desprovistas de la dignidad majestuosa de las contraportadas. Me acuerdo de que pensé
-Si fuese mujer, no me iría ni en broma con ninguno de estos adefesios
y la obra de casi todos, que ya no tenía en gran concepto, bajó, dentro de mí, un peldaño invisible. Los sofás de la residencia eran inmensos y blandos. En cierto momento se sentaron, en uno de ellos, José Hermano Saraiva, Fernando Namora y Abelaira. Como ellos eran pequeños, y los cojines profundos, sólo veía sus cabecitas, como manzanas colocadas en un estante, y los pies, sin llegar al suelo, en un continuo vaivén. Gaspar Simões tenía más brillantina que pelo
Siento una consideración casi nula por lo que se publica en Portugal
(como lo sospechaba)
y Natália Correia, con una boquilla del tamaño de una muleta, recorría la sala con gestos de dama de las camelias. Su peso la ayudaba a no levantar vuelo. Le susurré a José Cardoso Pires
-Qué colección, Dios mío
él me clavó el codo en la barriga para hacerme callar, un movimiento más brusco de Natália Correia hizo disparar el cigarrillo de la boquilla y me quedé esperando oír la explosión, allá al fondo, cuando la colilla-bomba alcanzase la alfombra. Esa noche de Feria Popular me vino a la memoria cuando me enteré de la muerte de Augusto Abelaira. Lector escaso de sus novelas, siempre tuve por él, sin embargo, admiración y estima. Había en este hombre, frágil, apagado, una dignidad que me conmovió. Sabía de su coraje con ocasión del premio de Luandino Vieira y de cómo, no habiéndolo votado, le declaró a la policía política que lo había hecho, salvando de ese modo, sin saberlo, a un amigo mío, miembro del jurado, que se había echado atrás de puro miedo. No censuro al que se acobardó, pero no puedo dejar de sentir un tremendo respeto por la valentía y dignidad de Abelaira. Este episodio sigue siendo hoy, para mí, un ejemplo único de la materia con la que un hombre debe estar amasado. Y cualesquiera palabras que yo pueda añadir, por más elogiosas que sean, no dan la talla de un acto como éste. Después, a través del tiempo, oía hablar de vez en cuando de Abelaira a personas serias: todas lo elogiaban por su honestidad, su cultura, su rigor; leía sus crónicas, inteligentes y tolerantes, despojadas de odio, irónicas muchas veces, casi siempre discretamente afectuosas. Intenté con los libros: piense lo que piense yo acerca de su carácter
(y poco importa lo que pienso)
existe en ellos la más rara de las cualidades que debe tener un artista y la que, sin duda, más aprecio: el sentido ético de la escritura y de la vida, un trabajo paciente, una fidelidad total a su modo de encarar la literatura. Me dio pena haberle dado un apretón de manos una sola vez: me honraría si me la tendiese de nuevo.
Siento una consideración casi nula por lo que se publica en Portugal. Me disgusta la infinidad de novelas deshonestas, entendiendo por deshonestidad no la falta de valor intrínseco obvio
(eso existe en todas partes)
sino la red de lucro rápido a través de la trivialización de la vida. Libros despreciables de autores despreciables. Justamente lo que la obra de Augusto Abelaira nunca es. Típico novelista de generación, luchó en una época difícil con herramientas difíciles, retrató un tiempo duro y espinoso con el material que poseía. Fue un artesano serio, serio en el arte de pulir: y lo que publicó puede mirarnos de frente sin vergüenza. ¿De cuántos más podemos decir eso? Quien llegó después, como yo, imagina a duras penas
(no puede dejar de imaginar a duras penas)
el combate de las mujeres y los hombres de la generación de Abelaira y lo penoso que era mantener alta la frente de los libros que la dictadura quería con la cabeza gacha. Gracias a personas como él, mi trabajo se hizo más fácil: consistía solamente en levantar la casa sobre los cimientos de seriedad intelectual que dejaron, con un coraje y una angustia sociales de los que, afortunadamente, me salvé. Insisto en la palabra coraje, porque es rara y preciosa. Como la palabra modestia. Como otra que voy a repetir: exigencia. Porque, no nos quepan dudas, son personas como Abelaira las que vuelven a nuestro presente habitable y, en lo que se refiere a humanidad, nos enseñan la gran importancia de la honesta fidelidad a dos o tres principios, sin los cuales no hay literatura de ninguna especie: la de la paciente conquista que es cada libro y el amargoso dolor de escribirlo. Aquel señor pequeño, sólo cabeza y pies en continuo vaivén en un sofá sañudo, era más alto que yo en la estatura de su condición. Todo nos separaba en el plano del oficio: concepciones, ideas, factura. Todo me acercaba a él en la esperanza de la salvación por la palabra y del trabajo como razón de ser. Cuando se acabó la cena de Mário Soares, se marchó solo, a paso menudo. Vestía mal, los colores no combinaban unos con otros, llevaba puestas unas horrorosas botas amarillas, con unos cordones gigantescos. Y, no obstante, aseguro que ese pequeño individuo albergaba una discreta grandeza, de tal modo que, al desaparecer tras la curva del jardín, seguía estando conmigo. Parecía casi no existir y, por extraño que parezca, era necesario mirar hacia arriba para poder verlo.
Traducción de Mario Merlino.
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