Tàpies a la enésima potencia
Antoni Tàpies (Barcelona, 1923), nacido un 13 de diciembre, cumplirá la alta y, en este caso, redonda o rotunda edad de 80 años. ¡Felicidades, maestro! Pero, sobre todo, gracias por seguir ofreciéndonos el don de su obra última, tan última que todos los cuadros que ahora nos muestra están fechados en 2003. ¿Hay algo acaso más emocionante que asistir en directo a ese desafío al tiempo como lo afronta, con obstinación, un artista plenamente decidido a serlo hasta el final? ¿Qué pasión le habita para que nunca se resigne a agachar la cerviz cansada sobre el almohadón de la gloria, aliviando así la ansiedad del alma y los crecientes quebrantos corporales? ¿No ha estado ya más de medio siglo pintando todo lo pintable y apurando hasta las heces el licor amargo de las desilusiones?
ANTONI TÀPIES
Galería Soledad Lorenzo
Orfila, 5. Madrid
Hasta el 24 de diciembre
Si, a pesar de todo, persevera, habrá que reconocer que esa extraña pasión está marcada por la fuerza indestructible de la auténtica vocación, que, contra lo que se cree, se descubre siempre al final, cuando la vida se demora en el límite del cumplimiento de su mejor destino.
Al contemplar esta selección de cuadros de 2003 que se exhibe ahora en Madrid, lo primero que aprecia quien se hubiera interrogado sobre qué podría estar haciendo ahora el gran artista catalán es, ni más ni menos, que Tàpies pinta Tàpies, algo, por cierto, que en sí es ya una hazaña.
Sigue, pues, en lo mejor de sí
mismo, con su deslumbrante caligrafía saltando los abismos que separan los trazos más sutiles, delicados y palpitantes de los broncos, abruptos y vibrantes gestos de cimbreante negra huella; con sus humeantes sombras que parpadean por entre las comisuras de ardientes cuerpos entrevistos, como si lo orgánico exhalara un oscuro vapor fundiéndose con la atmósfera; con su lacerante amor por la materia, que amasa, modela, tunde y desgarra, descubriéndonos las infinitas capas misteriosas que recubren la piel de lo real; con su mágica ligereza para delicadamente verter sobre el tablero más humilde justo esa capa de barniz que lo hace refulgir con dorada transparencia; con sus personales signos, que no sólo maculan con danzarina belleza las ya muy hermosas texturas, sino que las trascienden con el arcano simbolismo de lo que se oculta más allá de lo visible; con, en fin, sus sorprendentes agregaciones de objetos arrancados al mundo cotidiano para que, embutidos en el espacio sacralizado del cuadro, nada escape, ni lo más humilde, de la insaciable orgía del festín pictórico.
Sí; hay que decirlo: también ahora -¡y cómo!- Tàpies pinta Tàpies. Cualquier buen aficionado lo puede reconocer incluso a través de la torpeza con que lo acabo de describir, algo turbado, al pie y frente a sus cuadros últimos. Pero siempre hay algo más en ese Tàpies fiel a sí mismo, que lo es rotundamente y, para ello, ha de serlo por exceso.
En realidad, para llegar a ser él, jamás ha dejado de excederse, quizá porque palpita un turbulento corazón romántico en el cuerpo de este sensual artista mediterráneo. Se hunde en la tierra y se proyecta. De manera que, ahora, de nuevo, también nos reserva el misterio de su última proyección, la más radical. ¿Cómo describirla? Es como si, palpando las sombras, llegara a tocar, con esa suprema avidez en la que el ojo y la mano se funden, la deslumbrante belleza del cuerpo desnudo, todo su calor, todo su brillo, toda su suavidad, todos sus pliegues y recovecos, toda la infinita melodía de esa maravillosa geografía carnal, tal y como sólo la aprecia un anacoreta.
Me refiero al exánime cuerpo en el sudario de Composició amb cos, al turbulento mapa de 1/2, al ingresco y sensual desnudo, como de odalisca, de Nu enquadrat, al tórrido de Agregats, pero, sobre todo, a ese formidable criptograma donde el maestro cifra su destino de Mirada y mà, unos ojos que lloran con un limpio círculo en el entrecejo, la cicatriz de una cruz y, como firma, una mano de rehundida prehistoria.
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