Terror en cadena
Por segunda vez en menos de una semana, el terrorismo islamista ha golpeado brutalmente Estambul, dejando casi otra treintena de muertos y centenares de heridos. Si los objetivos anteriores de los suicidas fueron sinagogas, esta vez se trata de intereses británicos cuidadosamente elegidos, un banco emblemático, uno de los mayores del mundo, y el Consulado de Londres en la ciudad turca. Todo ello mientras el presidente de EE UU, el enemigo por antonomasia, visita a su aliado Tony Blair en un viaje de gran relieve político.
La conclusión más alarmante de esta nueva oleada sanguinaria es que Al Qaeda, cuya marca inequívoca llevan los atentados, está en condiciones de actuar a su conveniencia. Nunca desde el 11-S la fanatizada red de acólitos de Osama Bin Laden había hecho acto de presencia de manera tan continuadamente mortífera: tres veces en lo que va de noviembre, incluyendo su segunda matanza en la capital saudí. Los mensajes de los dinamiteros son didácticos en su tosquedad. Se golpea a una monarquía islámica traidora por su inveterada alianza con EE UU, a las sinagogas como símbolo del pueblo a extinguir, a los iconos del poder financiero occidental o a la potencia que coprotagoniza el allanamiento de Irak.
Turquía merece especialmente la atención de esta internacional del terror sectario por su valor ejemplar como país musulmán, miembro de la OTAN y aspirante a la UE, socio a la vez de EE UU e Israel y conducido por un Gobierno democrático islamista moderado. Poner contra las cuerdas a Turquía, a cuyas expectativas económicas los atentados ya han asestado un golpe descomunal, sirve inmejorablemente a los intereses de Al Qaeda: a mayor represión del integrismo, más munición global victimista para Bin Laden y sus secuaces.
La sucesión de matanzas del fanatismo islamista exige multiplicar las estrategias de defensa con todos los medios al servicio de los países democráticos. La inseguridad general y la atmósfera de miedo que comienza a transmitir la capacidad operativa de la red terrorista se vieron reflejadas ayer en la caída de los mercados y, más anecdóticamente, en la misma evacuación de la Casa Blanca, ante lo que erróneamente se interpretó como una alarma de aproximación aérea. Mantener en vilo a personas e instituciones es una estrategia criminal de primer orden.
La respuesta se dificulta por lo difuso del integrismo armado, su multiplicidad organizativa y la falta de vínculos claros, económicos y orgánicos, entre los asesinos y sus dirigentes. La misma ejecución de las matanzas suele estar a cargo de células locales generalmente desconocidas. Pero de la persecución eficaz y sostenida de este mundo opaco y desperdigado depende el mantenimiento de los fundamentos mismos del orden internacional que conocemos.
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