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Razones para un fracaso

En junio de 2002, a raíz del desdeñoso rechazo con el que la cúpula del PSC respondió al reto táctico de Artur Mas de celebrar un debate, cara a cara, entre él mismo y Pasqual Maragall pensando ya en las elecciones del pasado domingo, escribí para esta misma página un artículo del que reproduzco a continuación algunas frases: "Lo que me preocupa es (...) la tendencia a ningunear al candidato de Convergència i Unió, el mensaje subliminal de que el tal Mas no tiene ni media bofetada y nos lo comeremos crudo sin arrugarnos el traje ni bajar del autobús... ¿No estará el Partit dels Socialistes cometiendo con Artur Mas la misma clase de error en que incurrieron Joan Reventós y Raimon Obiols con Jordi Pujol desde 1979 en adelante?".

Y bien, justamente eso es lo que parece haber sucedido. A las cabezas pensantes en y cerca del socialismo catalán les había costado muchos años y sucesivos revolcones admitir -a regañadientes- que bueno, sí, que Jordi Pujol era un hueso durísimo de roer; pero tan pronto como éste anunció su renuncia a competir de nuevo, se entusiasmaron enseguida con la idea de que el hereu, en cambio, era un mequetrefe sin sustancia, un tecnócrata hueco, un atildado producto de laboratorio acerca de cuyo peinado o de cuya falta de militancia antifranquista se podían hacer despectivas bromas. No faltaron indicios de que quizá tal diagnóstico fuese equivocado, desde el debate parlamentario de la moción de censura socialista, en otoño de 2001, hasta el duelo Maragall-Mas organizado y transcrito por un periódico barcelonés a principios del pasado octubre; sin embargo, no hay nada más tenaz que los prejuicios, sobre todo cuando éstos parten de un arraigado complejo de superioridad intelectual y cuando son amplificados por un coro opinador tan vasto como selecto. De modo que el PSC encaró la precampaña y la campaña para el 16 de noviembre con la actitud suficiente de quien se tiene por favorito: Maragall no debía rebajarse nunca al cuerpo a cuerpo con Mas, y mientras el convergente aprovechaba al milímetro las conexiones en directo con el Telenotícies Vespre, el socialista se permitía despistarse durante esos segundos preciosos, o dedicarlos a glosar la industria aeronáutica catalana y su conexión con Toulouse... ¿Qué importancia puede tener un minuto diario de televisión cuando se va sobrado?

Expliquémoslo en otra clave: durante dos décadas, el think tank, el intelectual orgánico colectivo alrededor del PSC ha tendido a considerar el nacionalismo politicoelectoral como una superchería, como un sortilegio urdido por el brujo Pujol usando para el encantamiento las ondas hercianas y los rayos catódicos de Catalunya Ràdio y de TV-3; parecía verosímil, pues, que una vez jubilado el brujo buena parte de su conjuro se viniese abajo y que el mapa catalán de partidos regresara a su orden natural, inexplicablemente quebrado en 1980. Pero ha resultado que, después de Pujol, sigue habiendo en Cataluña por lo menos 1.560.000 votantes primordialmente nacionalistas (110.000 más que hace cuatro años, por cierto), aunque redistribuidos de forma menos desequilibrada y con un perfil más progresista tanto en lo nacional como en lo social. Y en ese vasto contingente electoral -que no es ni un espejismo, ni un rebaño, ni una tropa de engañados- Maragall no ha conseguido arañar nada.

¿Por qué? ¿Cómo se explica que un partido capaz de ganar consecutiva y holgadamente, contra viento y Roldán, todas las elecciones al Parlamento español desde 1977 y todos los comicios locales en los principales municipios desde 1979, que ese mismo partido caiga derrotado siete veces seguidas, con cuatro candidatos distintos, en el intento de conquistar la Generalitat? Discúlpenme la aparente simplicidad de la respuesta: porque mientras que el grueso del electorado lo percibe como una fuerza apta y capaz para gobernar España, eficiente y preparada para regir lo mismo Girona que Reus, Lleida que Igualada, en cambio muchos de esos mismos votantes -por ejemplo, en las ciudades citadas- recelan de su idoneidad para gobernar Cataluña, intuyen algún factor en lo más profundo del PSC que lo hace poco adecuado para dicha tarea. ¿Y qué es ello? A mi juicio, el aparecer uncido, culturalmente lastrado por el PSOE. No, lo grave de la pasada campaña no fueron las inconveniencias de Rodríguez Ibarra y Bono; lo dañino fue que las infaustas declaraciones de ambos próceres venían a confirmar el temor de buena parte del censo: si el PSC no es capaz de tener a raya a los barones del PSOE ni siquiera en vísperas electorales, ¿cómo podrá pilotar la Generalitat sin someterse a su férula? Que esa prevención tenga mayor o menor fundamento es lo de menos; que fuese cultivada y explotada hasta el extremo por CiU estaba en el guión. Lo que cuenta es que funcionó de nuevo porque respondía a una convicción antigua, fraguada desde los remotos tiempos de la LOAPA y a la que todo el federalismo de Maragall no ha logrado dar la vuelta.

Naturalmente, contra esta interpretación ya han comenzado a hacerse oír quienes imputan el fiasco del PSC a un planteamiento "demasiado catalanista", que habría ahuyentado o inhibido al tan famoso como volátil electorado obrero y castellanohablante del cinturón. No obstante, esta vez la participación ha sido más alta que nunca, y Maragall formaba ticket con la carismática Manuela de Madre, y la campaña tuvo un fuerte contenido social, y ofreció "un catalanismo con acento andaluz", y ni siquiera rehuyó unos toques de demagogia identitaria a cuenta de los "ciudadanos de segunda"... ¿Qué ha fallado, pues? Los socialistas deberían apresurarse en averiguarlo; a no ser, claro, que prefieran fingirse vencedores y seguir esperando la legendaria movilización de unas masas inmigrantes, encallecidas y discriminadas, que ya sólo existen en alguna fantasía calenturienta.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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