El triángulo de las Bermudas
Este último cuarto de siglo ha sido sin duda el momento más feliz de la historia de España. A pesar de que no faltaron dificultades y momentos difíciles, al final el sentido común y la cordura consiguieron imponerse casi siempre a las salidas menos sensatas. Gran parte de este éxito hay que atribuírselo al amplio consenso de que gozó la Constitución y a la irreprimible voluntad por eludir errores y tragedias pasadas. Sin embargo, en esta cuenta atrás hacia la esperada celebración de los 25 de años de la Constitución, nuestra navegación democrática parece haber entrado en nuevas aguas. No necesariamente en mares más turbulentos y turbios; pero sí en otros más impredecibles e inquietantes. Es lo que suele ocurrir cuando se comienza a dudar de la eficacia del radar para servirnos de guía, o cuando los mapas al uso dejan ya de orientarnos en un escenario novedoso. Y, no se olvide, cuando comenzamos a tener la sensación de que quienes están al timón no van a saber llevarnos a buen puerto.
Este nuevo escenario está delimitado por los tres vértices de un triángulo perverso. En uno de ellos estaría el plan Ibarretxe, en otro la más que probable reforma del Estatuto catalán pilotada o directamente influida por ERC, y en el tercero, al fin, la rígida posición españolista del PP. Un verdadero triángulo de las Bermudas en el que pueden desaparecer o encallar muchos de los logros históricos alcanzados en nuestra difícil convivencia política. Sobre todo, porque, como antes decíamos, navegamos ya sin radar ni mapas compartidos, sin Constitución eficaz. Ésta se presenta por una de las partes como un texto vacío al que vincularse o desvincularse a placer; o se usa como una inflexible camisa de fuerza en manos de intereses partidistas; o, al fin, como un texto necesitado de reformas, que siempre exigirá buenas dosis de consenso hoy inalcanzable.
Lo más endiablado del asunto es la coincidencia simultánea de estos tres elementos y la ausencia de una predisposición, claramente manifiesta en el plan Ibarretxe, a resolver las diferencias a partir de la legalidad vigente. O, por parte del PP, a enrocarse en la misma y pretender resolver lo que es un inmenso problema político como si se tratara de un mero problema técnico-jurídico. Con la "perversión" añadida de que todas las partes lo afrontan como una cuestión identitaria. Es decir, como un tipo de conflictos en los que está en juego el ser de los pueblos y no se dejan resolver fácilmente por la negociación y el compromiso.
¿Cómo encaja en este escenario el resultado de las elecciones catalanas? Una lectura pesimista tendería a resaltar el estrés que el claro mandato de las urnas a favor de una reforma del Estatuto puede introducir en la ya de por sí tensionada política nacional; más ruido en el sistema. Otra más optimista, que es la que a algunos nos gustaría ver realizada, se fijaría más en los aspectos favorables que supone la aparición de otro actor en el escenario del conflicto. Ante el choque de trenes siempre es bueno saber que, eventualmente, hay otra vía dispuesta a desviar la colisión. Si no se polariza y consigue vertebrarse una coalición de gobierno coherente, la propuesta catalana puede conseguir alcanzar el ansiado retorno a una discusión verdaderamente política sobre nuestros conflictos nacionales. Apoyada también sobre un PSOE con las ideas más claras respecto a qué entiende en realidad por la "España plural", podría propiciar un consenso de reforma estatutaria. Nada excluye que el propio PNV pudiera incorporarse después al acuerdo, encontrando así una salida a su aventura solipsista. Y ante esta situación el PP ya no podría mantenerse en su propia inopia y rigidez política.
Pero para volver a la política y afrontar el desafío hace falta liderazgo, pilotos capaces de navegar por mares encrespados. Aquello que nunca faltó en nuestra primera andadura democrática es, precisamente, lo que más echamos en falta en estas nuevas e impredecibles circunstancias. Esperemos que, entre otros, no tengamos que acabar añorando a Pujol.
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