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Columna
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Tráfico rodado

Tengo que corregir el viejo jeroglífico. Las edades del hombre no son tres: nos arrastramos a cuatro patas durante las primeras semanas de la vida; erguidos, caminamos sobre dos extremidades, pero muchos, muchísimos, pasan súbitamente a la primera postura, a veces por causa accidental; otras, la maldita artrosis, que pone bajo los brazos un par de muletas. Un perseverante tratamiento nos instala en el trípode formado con nuestro bastón. Increíble el número de personas de ambos sexos -bueno, de los que sean- que circulan por Madrid apoyándose en el imprescindible báculo. Hablaré de ello cuando me haya doctorado en ese arte que en la actualidad estoy cursando.

No puede uno, ni debe, quedarse en casa, donde, a fin de cuentas, tampoco nos dejarán morir, al llevarnos sin remisión al tanatorio. Hay que salir y atender a esas encomiendas de difícil delegación; entre otras cosas, porque no tenemos a quién. Desde hace varios años, me muevo en transportes colectivos, pero el desfallecimiento de los cartílagos de la rodilla derecha me veda el uso del metro, realmente bueno en Madrid. Con el bonobús de anciano -que amortizo enseguida- poseo una notable experiencia en desplazamientos por la superficie. Hay veces que para ir a determinado lugar he de utilizar dos o tres líneas distintas, renqueando entre una parada y otra. En general, los viejos tenemos un tesoro que desconocen las edades más tiernas: tiempo. No tener que presentarse a determinada hora matutina en el trabajo por cuenta ajena concede un plazo más amplio para asearnos a primera hora. Luego es preciso planear estratégicamente los puntos donde proyectamos ir y organizar un itinerario racional.

En ocasiones resulta imprescindible tomar un taxi, lo que le pone a uno en contacto con fuentes de información muy valiosas. La muleta o el bastón permite solicitar del conductor el asiento delantero, donde va uno con la sensación de ser el copiloto de un campeón. Un breve gesto y el taxista asiente, libra el lugar de sus pertenencias, la chaqueta quizás, el cuadernillo de la jornada, el cajetín con la vuelta en monedas y echa el asiento para atrás. Imagino que otro tanto hacen en cualquier otra parte, pero acredito que nuestros taxistas responden con presteza y tolerancia a la demanda.

Casi todos tienen la solución para el caos circulatorio madrileño, los embotellamientos, la estancia en doble fila, el cáncer que semiparaliza la vida de la urbe. El enfoque y la solución del problema suelen ser universales, como si se hubieran puesto de acuerdo en una asamblea de la Mutua: cada vez hay más coches en circulación y Madrid se ha quedado pequeño. Es difícil, a cualquier hora, ver automóviles con más de una persona en su interior. Como en los comicios democráticos, aquí, entre nosotros: un hombre, un coche. Suele ser de mediana capacidad y uno se pregunta si habrá en el perímetro capitalino aparcamiento suficiente cuando todos quisieran detenerse al mismo tiempo. A primera hora se les ve conducidos por una dama o un caballero que se dirige a la oficina, a la fábrica, al tajo, cualquiera que sea. Terminado el horario laboral, la misma masa trashumante, regresa al hogar, cada cual en su utilitario.

-Es que no puede ser -me decía un taxista-. En el mismo edificio que yo vive un bombero que tiene su coche para ir al parque. La mujer y tres hijos -todos trabajan- conducen los suyos propios, o sea, en una familia hay cinco autos. No me he explicado todavía por qué no pueden ir varios en el mismo al curre. Cada uno con el suyo. Para evitar discusiones domésticas, el vecino ha vendido la plaza de garaje que le correspondía.

-Un disparate, ¿no? -le dije, interesado.

-Nada de eso. Paz familiar. Todos aparcan en la calle. Como le digo, este exceso de vehículos nos conducirá al bloqueo general dentro de poco tiempo. Para complicarlo, cada cual lo deja donde le sale de las narices y eso sólo se corrige a base de multas. Mejor aún, la grúa que obligue a localizarlo, a desplazarse para su recuperación, previo pago de una sanción, que no basta con que sea elevada, sino que se cobre a rajatabla. Vería usted cómo se resolvían muchos de los problemas.

Es propósito común a todos los alcaldes de la Villa y Corte, pero no se sabe por qué misteriosas razones, ninguno, hasta la fecha, le ha metido mano, en serio. Asunto sobre el que merece la pena volver en otra ocasión.

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