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Columna
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Valenciano

El domingo cumplirá 20 años la Llei d'Ús i Ensenyament del Valencià, la norma de referencia para acabar con la postración del valenciano y propiciar su "equiparación total con el castellano". El aniversario invita a hacer balance de dos décadas. Un ejercicio difícil, si uno pretende actuar con cierto rigor, debido al "apagón informativo" que el PP aplicó en 1995, tras su llegada al poder, y que sólo la Acadèmia Valencia de la Llengua, tras el acceso de Francisco Camps a la presidencia de la Generalitat, parece dispuesta a enmendar. Me refiero a la suspensión de los estudios sociolingüísticos que permitían cuantificar con datos objetivos los avances y retrocesos en los usos y costumbres de los valencianos. Que la lengua propia es un instrumento vigente, tantos años después, a efectos laborales y de currículum, lo avala el simple hecho de que el sábado había más de 42.000 ciudadanos convocados para las pruebas de la Junta Qualificadora de Coneixements del Valencià, cuya función es extender títulos acreditativos. Que su implantación en el sistema educativo, aún con palpables insuficiencias, es un hecho lo constata una presencia estadísticamente comprobable. Que la normalización de su uso en la enseñanza y la sociedad tiene arraigo, lo evidencia un movimiento cívico con la extensión, la transversalidad y la constancia de la Federació Escola Valenciana. Que en el mundo de la cultura y la universidad juega un papel digno, lo prueban la producción editorial y la vida académica de cada día. Que todavía hay impulso en la política a su favor, lo desmuestra el decálogo para su uso en la Administración recientemente aprobado por el Consell. Y sin embargo, no es fácil disipar la sensación de que en la calle el valenciano pierde peso, es decir utilidad y protagonismo. La Carta europea de las lenguas regionales o minoritarias, promulgada hace poco más de una década y que es una especie de Llei d'Ús i Ensenyament de alcance continental, dedicaba también apartados a la justicia, la Administración y los servicios públicos, los medios de comunicación, las actividades culturales y la vida económica y social. La garantía de los derechos lingüísticos merece, veinte años después, una evaluación seria en todos los sectores, más allá de las declaraciones de afecto y de los fervores bienintencionados.

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