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Columna
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El fuego y el arquero

El arco es una de las metáforas más antiguas de la tensión espiritual. Curvándose primero hasta el límite y proyectando seguidamente, con gran velocidad y precisión, la flecha hacia la diana, expresa la energía interior de un individuo o de un colectivo, refleja la sustancia de todo esfuerzo humano y narra simbólicamente el viaje de una fuerza vital hacia su destino. Si la flecha es un símbolo fálico evidente, los objetos simbólicos sobre los que generalmente se clava son carnales, femeninos. Una flecha clavada en el corazón, explica Juan Eduardo Cirlot, es el símbolo de la conjunción, de la cópula. El corazón es la diana, pero es una diana fogosa, llameante. Proyecta en su entorno la luz de la pasión.

En la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona estas viejas claves simbólicas actuaron reforzadas por el formidable efecto persuasivo de la televisión. Una flecha disparada por un hombre frágil encendía en la oscuridad de la noche el fuego de la renovación. Todo el mundo recuerda aquel momento. Un momento mágico y feliz, aunque previamente tenso, muy tenso, muy esforzado, presidido por una oscura inquietud. El gesto del arquero expresaba el esfuerzo, el deseo, la nueva luz de una ciudad que había puesto en los Juegos todas sus esperanzas. Barcelona había emergido del franquismo llena de vitalidad, bulliciosa, festiva, pero sucia, desordenada, acusando el retraso de largos años de incuria, abandonada por los poderes públicos, devastada por los intereses, afeada por una tremenda especulación. Los jóvenes dirigentes que habían tomado las riendas de la ciudad necesitaban un proyecto de gran calibre para sorber todos los recursos posibles y concitar las energías sociales necesarias para dar el gran salto. Era necesario salvar, de una sola zancada, el barranco que separaba el atraso de la modernidad.

La apuesta no podía ser más arriesgada. Pocos se han preguntado qué habría sido de la ciudad si Samaranch, en aquella célebre sesión del COI, después de abrir el sobre fatídico hubiese pronunciado, no el nombre de nuestra capital, sino el de cualquier otra ciudad que aspiraba a los Juegos del 92. La frustración por la pérdida de la apuesta y el enorme vacío del fracaso se habrían sumado a las dificultades que la ciudad había heredado del franquismo y a los déficit que lastraban su despegue (también, a lo mejor, hubiese aparecido el factor cainita: la extraña alegría, la risueña agresividad con que, años más tarde, se aplaudió la tormenta que puso en evidencia los defectos del reconstruido estadio de Montjuïc en el día de su inauguración). Felizmente, Samaranch pudo leer "a la cité de... Barcelona" y empezaron las obras, y la ciudad saltó el barranco: cambió de piel y de fachada. Consiguió alterar su posición en el tablero hispánico y mediterráneo. Y con todos sus defectos, que son todavía muchos (como dice Javier Cercas, solucionado un problema, aparece otro), ha conseguido no sólo proyectarse como una de las capitales más sugestivas de Europa, sino, lo que es más importante, evitar la aparición de la mayor enfermedad de las ciudades modernas: los reductos de necrosis urbana, los grandes guetos en los que confluyen, se concentran, se enquistan y se expanden los factores de riesgo de nuestras sociedades: violencia gratuita, desolación urbanística, desaparición del Estado, concentración masiva de inmigrantes, choque cultural y abandono consiguiente de la población autóctona. Pasó en Harlem, está pasado en la banlieu de París y en Marsella, estuvo a punto de pasar en el Raval. Este barrio (en el que se invirtió una cantidad análoga a la suma de los equipamientos olímpicos) no es la maravilla que algunos describen; pero de momento, en hermosa tensión, sus problemas sociales encuentran interesantes contrapesos culturales y turísticos. Muchas veces la política es el arte de evitar el mal mayor.

Muchos son los males que nos acechan a los catalanes. Uno de ellos es el frentismo identitario, que parece ser ya irreversible en el País Vasco y que tienta a algunos de nuestros políticos (así en Madrid como en Barcelona) como tienta el abismo. Otro es la inseguridad y la inquietud que la globalización económica y la internacionalización de las tensiones políticas del planeta han dejado en nuestra sociedad. Otro es el futuro de la lengua catalana, cuya precaria salud se ha visto agravada por su instrumentalización política y por el empuje simplificador del mercado global. Otro de nuestros grandes retos es la inmigración, que no es un mal. Regulada por el sacralizado mercado, es la otra cara de la globalización de los capitales, tan aplaudida diariamente por los analistas financieros. Pero al concentrarse en las zonas más frágiles de nuestras ciudades y a causa de los inconvenientes sociales que la pobreza arrastra, genera entre la población autóctona tensiones que parecen identitarias pero que son debidas a déficit de vivienda, de sanidad, de educación, de bienestar social, de seguridad pública. Déficit que los alcaldes no pueden afrontar. Déficit que necesitan la enérgica intervención de la Generalitat. Como sucedió y sucede en el Raval, hay que atacar estos síntomas que inquietan a amplios sectores de la población catalana no con descomprometida retórica buenista, sino con grandes sumas de dinero público y con una extrema conciencia política. O se afrontan los déficit de raíz o el fenómeno se convertirá, efectivamente, en nuestro mayor problema.

No existen varitas mágicas para afrontar estos retos catalanes y otros muchos que dejo, por falta de espacio, en el tintero (nuestro papel en Europa, la hipotética provincialización, la devastación del territorio). Me parece fuera de toda duda, sin embargo, que hay que dar un salto como el que dio Barcelona hace unos años. Para poder contemplar los desafíos de la realidad desde un punto de mira distinto al que durante 23 años ha regido. Un salto implica riesgos. Antonio Rebollo, el arquero minusválido, los simbolizó. Tensó el arco y nos preguntamos: ¿será capaz de enceder el pebetero? La flecha está ya cruzando la oscuridad de este domingo. Expectantes, muchos corazones contienen la respiración y la acompañan. ¿Será capaz el arquero de encender de nuevo el fuego de la ilusión?

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