Contracrónica sentimental
La memoria del arquitecto Tusquets no se reconoce en las boticas de gomas del barrio chino barcelonés ni en la consultora Elena Francis ni en la canción Tatuaje, ni en muchos otros lavajes de posguerra. Es decir, no se reconoce en todo aquello que nutrió la Crónica sentimental de España. La disidencia se exhibe en uno de los capítulos más interesantes de Dalí y otros amigos, que fue escrito en vida de Vázquez Montalbán y, probablemente, teniéndolo en la cabeza. La muerte abrupta de MVM sólo hace que subrayar, con deje patético, el carácter de contracrónica que este libro de Óscar Tusquets presenta respecto del canon memorialístico de sus contemporáneos. El escritor tiene recuerdos propios. No coincidentes. Johnnie Ray, por ejemplo, cuyos "quejidos" retransmitía The Voice of America. O los Baños Ventura, de Lloret de Mar, donde nadie bailaba pasodobles, sino rock, sólo rock. O Fats Domino, Elvis, los Everly Brothers. Cadaqués. Al arquitecto no le cohíbe asegurar que fue feliz durante el franquismo. Quizá porque, como dice con exactitud y lucidez, "el franquismo aún dominaba las comisarías, pero no tenía nada que hacer en el mundo cultural": y él, salvo un pequeño incidente a propósito de unas tetitas desnudas en el Jazz Colon, siempre frecuentó más la cultura que las comisarías.
DALÍ Y OTROS AMIGOS
Óscar Tusquets
RqueR. Barcelona , 2003
252 páginas. 21 euros
Es en este comprensible hartazgo ante la memoria del antifranquismo donde cabe inscribir los recuerdos, vivísimos y gratos, de la relación que el arquitecto mantuvo con Dalí a lo largo de quince años. El libro es a la vez memoria del pintor y del propio arquitecto: Tusquets prosigue con él su peculiar autobiografía, que se extiende en sus anteriores Más que discutible, Todo es comparable y Dios todo lo ve, ensayos con encanto donde la liviandad, cuando aparece, es una muestra más de cortesía. Todos esos libros se enroscan alrededor de una idea vertical y bien señalizada que suele resumir el propio título. En este último se trata de la perturbación que la moral antifranquista ha introducido en los recuerdos generacionales, comprendida la evaluación de algunos pormayores de la historia, como el del divino Dalí.
Desde el punto de vista estrictamente estético, Tusquets considera un error la consideración de que la Guerra Civil acabó con Dalí: hay parcialidad política en esos juicios. Es más, el arquitecto insiste en que buena parte de lo mejor de su obra es posterior a la guerra, una tesis que lo enfrenta a Ian Gibson, autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre el pintor, pero lastrada -y el propio Gibson así lo ha reconocido con gran honradez- por la repugnancia que el Dalí filofascista le causó siempre. El arquitecto sostiene igualmente que Dalí fue un gran animador de la vida cultural -y pionero del espectáculo de la cultura- en la España franquista. Lo sostiene y lo demuestra con la evocación de muchas performances, casi siempre descritas a partir de detalles de primera mano, que acercan este libro (toute intimité gardée) a la cercanía cómplice de otros relatos sobre el nido de tordos daliniano, como los de Amanda Lear o Carlos Lozano, amados de guardia del pintor.
Por último, y poniendo en movimiento una hipóteis atractiva y arriesgada, Tusquets viene a decir que el apoyo de Dalí al franquismo sólo fue una astracanada. Este apoyo tiene un remoto y equívoco precedente en el "¡olé!" que Dalí pronunció después de conocer el fusilamiento de García Lorca (olé que era la desnuda y catártica expresión de la tragedia, incluso para alguien tan poco proclive a la exculpación de los gestos dalinianos como Gibson) y un momento culminante en la entrevista que el pintor concedió a la revista Destino en los años sesenta, donde Dalí pone al Caudillo a la altura de Vermeer y de Velázquez, antes de rematar: "Mis tres dioses: primero, naturalmente Gala, después el invicto Caudillo, y, por último, una sed inmoderada por el dinero".
Tusquets dice que no tragó por ésta y otras loas inmoderadas al dictador. E insinúa que Dalí siempre se rió de Franco y que esa risa dislocada era su modo de despreciarle. Es posible. Aunque el desprecio le salió siempre barato. Sin embargo, lo más decepcionante es que el arquitecto no se atreva a llevar hasta las últimas consecuencias esta hipótesis y ceda algo de terreno ante la mueca final de esta risa dislocada, en 1975, cuando Dalí envió un telegrama de felicitación a Franco por los fusilamientos de septiembre. Dice Tusquets que el telegrama fue "gratuito e inútil" y una sombra de reconvención ante el exceso asoma en el párrafo cuando el lector, consecuentemente, sólo esperaba el olé.
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