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Ya será menos

Faltan pocas horas para que finalicen no ya los 15 días de la campaña electoral estricta, sino los meses de precampaña, para que se disipe de una vez la nube electoralista instalada sobre la vida político-social catalana desde hace varios años. Esa nube que no sólo ha impregnado los debates parlamentarios y la acción de gobierno durante casi toda la pasada legislatura, sino que ha contaminado en una u otra forma procesos tan distintos y aparentemente ajenos como las elecciones a la junta de Òmnium Cultural, a la presidencia del Fútbol Club Barcelona y al decanato de diversos colegios profesionales, y ha proyectado su alargada sombra por encima de toda la información y la opinión producidas en este país desde mucho tiempo acá... La primera sensación de este viernes 14 de noviembre resulta, pues, de alivio: por fin va a aclararse el escenario, todo el mundo sabrá a qué atenerse y tendremos datos ciertos y frescos -no conjeturas, deseos ni temores- sobre los que ejercitar el análisis.

¿Es el de hoy, además, un día para el balance? El que un servidor puede ofrecerles será, además de especialmente subjetivo, poco sistemático, impresionista y más bien visceral; en plata: solicito su indulgencia para explicar, no necesariamente por orden de importancia, algunas de las cosas que menos me han agradado de esta ya casi extinta campaña electoral.

En primer lugar, los invitados fraternales -y también los espontáneos fraternales- venidos de allende el Ebro. El asunto es ya un clásico, pero sigo preguntándome si a los anfitriones les salen las cuentas: es decir, si los votos que movilizan para el PSC las visitas preelectorales de Felipe González o de José Luis Rodríguez Zapatero compensan aquellos otros que les restan los exabruptos de José Bono... o las ocurrencias de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, según el cual los ciudadanos nacidos fuera de Cataluña deben votar el domingo para ser "catalanes de primera", como si hasta ahora viviesen en un bantustán, y me pregunto también si esos sufragios que sin duda Aznar y Rajoy, paseándose por aquí, atraen hacia el Partido Popular catalán bastan para superar a los que salen huyendo apenas oídos los delirios de Mayor Oreja. En todo caso opino que, puestos ambos en el brete de tener que desautorizar a ilustres correligionarios lenguaraces, Piqué ha tenido más reflejos que Maragall.

Por lo demás, sin duda a causa de lo incierto de los pronósticos y de lo mucho que se juega cada uno, he visto a los protagonistas de la carrera electoral muy entregados a la prosopopeya, al exceso argumental, a la sobreactuación. Paso por alto la tómbola de rebajas fiscales, subvenciones y ayudas, y también las descalificaciones literales o tácitas -de "ladrón" a "traidor"- que han cruzado el campo de batalla, para centrarme en la tendencia general a dramatizar el envite, a exagerar hasta la caricatura los defectos del adversario y las virtudes propias, a anunciar una apoteosis si ganamos nosotros y un apocalipsis si ganan ellos, a advertir que, el 16 de noviembre, este país se juega el ser o no ser. La verdad, no es para tanto.

Este síndrome se viene manifestando de mil maneras distintas. Por ejemplo, la hasta ahora oposición ha cargado las tintas de la truculencia en su descripción del statu quo: "un régimen", "un país de partido único" (Maragall), una "Generalitat en quiebra", "Pujol, el maltratador de Cataluña", "la mordaza del pujolismo" (Saura); paralelamente, esa oposición ha elevado hasta las nubes los efectos salvíficos de su eventual llegada al poder: con nosotros en la Generalitat -repite Maragall- tendremos "una Cataluña que maravillará", que "será perfecta", a la cual no va a reconocer "ni la madre que la parió". Más aún, tanto Carod Rovira como Saura han atribuido a su posible entrada en el Consell Executiu un significado "de clase": sería la derrota de "la burguesía", el descabalgamiento de "las 100 familias"...; sin pertenecer a las 100, ni a las 1.000, ni a las 10.000, me pregunto si esos clichés resultan válidos en el año 2003 y si los incompetentes o los aprovechados proceden todos del mismo origen social; Tamayo y Sáez, verbigracia.

Enfrente, el hasta ahora Gobierno y quienes le han apoyado pintan su hipotética derrota como un cuento de terror: las empresas huirán de Cataluña (Piqué, o el entorno de Piqué); el PSC más Esquerra más Iniciativa forman un "cóctel explosivo", y CiU más Esquerra, un combinado "ultranacionalista" (el mismo Piqué); si gana Maragall, Cataluña quedará "rendida y desequilibrada", inerme a los pies de Madrid, españolizada sin remedio (Mas)... Cuando Jordi Pujol, el otro día, aseguró que un Gobierno de izquierdas "de siete partidos" amenazaría la estabilidad de Cataluña, no sólo le falló la aritmética (PSC y PSOE son, hélas, la misma cosa, e Iniciativa Verds una sola organización), también le falló la ponderación y hasta quizá la compostura propia del cargo que aún ocupa. Cuando Pasqual Maragall, por las mismas fechas, dijo que "la izquierda tiene la posibilidad de gobernar Cataluña por primera vez en 200 años", le fallaron como mínimo la memoria histórica y una concepción plural de esa izquierda porque, para no hablar del siglo XIX, entre 1931 y 1939 Esquerra Republicana encabezó no pocos gobiernos, bastantes de ellos con participación socialista.

Pero no se alarmen, porque las campañas electorales -y ésta en particular- son el reino de la hipérbole, del trazo grueso, del eslogan en lugar de la idea, del ruido en vez del rigor. Voten, votemos en libertad, seguros de que, gane quien gane, a partir del lunes Cataluña va a seguir funcionando más o menos como hasta ahora, sin ser ni el País de las Maravillas ni el infierno del Dante, enfrentada a los mismos retos y disponiendo, para darles respuesta, de parecidas fórmulas. Porque -guárdenme el secreto- nadie tiene una varita mágica.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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