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Columna
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Las visitas

Estamos pasando el sólito temporal de gripe que ataca a un elevado número de madrileños, la historia interminable repetida al declinar el año. Nos hemos vacunado, bordeando el riesgo de provocar la enfermedad con los virus voluntariamente inoculados, y llegamos a creer que, en esta ocasión, seríamos invulnerables. Pues no. Unos días de cama, deprimidos por el difuso dolor, con menos fiebre que otras veces, pues tal parece ser la singularidad de esta temporada, pero con el resto de los síntomas intactos. El relevo lo toman los familiares, amigos, vecinos, funcionarios, trabajadores manuales y vendedores del cupón. No son las corrientes de aire, ni el fallo en la calefacción, sino el invisible y devastador tráfico de virus que circulan alrededor nuestro. Los únicos que parecen haber vencido en parte al contagio, sin el reverencial temor al ridículo que tenemos los españoles, son los japoneses, a quienes no les importa nada resguardarse con una mascarilla, en el metro, en sus desplazamientos urbanos o subidos en una bicicleta. En lo que se diferencia la epidemia es que casi nadie presume de haber pescado un gripazo, lo que habla en favor de la modestia de nuestros conciudadanos. Por mucho que las autoridades sanitarias -nadie sabe con certeza quiénes son- adviertan contra los peligros de la automedicación, el paciente pide en la farmacia de confianza las pócimas acreditadas, los jarabes, antibióticos o presuntos curativos publicitados en la televisión.

Todos los años, lo mismo, entre la destemplanza y el trancazo, que no alcanza proporciones mortales pero diezma la actividad usual de la población. Algo empero ha cambiado. Antes, cuando una persona caía enferma de cualquier mal tenía carácter de indeclinable obligación social hacerle una visita, reminiscencias, sin duda, de la caridad cristiana, uno de cuyos postulados ha sido, precisamente, visitar a los enfermos. Había horas concertadas por la costumbre para este hábito, que el infeliz doliente tenía que soportar, fuere cual fuese su gravedad intrínseca. Los caritativos eran, a veces, unos pelmazos que aprovechaban la ocasión para curiosear en las intimidades ajenas e informar de los propios achaques, antes que contribuir a soportar los ajenos. Cualquier persona decente, hombre o mujer que pasara una gripe o algo más, se podía sentir desdichado si no acudían a su cabecera en el horario acordado.

Hoy resulta impensable, por muchos motivos, uno de los cuales es que cuando nos aflige cualquier dolencia de cierta entidad, nadie guarda cama en su domicilio, sino que va inmediatamente al hospital, por la expedita vía de las urgencias. Eso hace que las casas ya no estén acondicionadas para el previsible pulular de familiares, amigos y demás parientes. Es raro el servicio doméstico interno, las viviendas son más pequeñas que antaño y en la mayoría ya se ha instalado la visita que sólo toca el timbre una vez: el aparato de televisión recién adquirido. El enfermo, si no está seriamente entorpecido por la fiebre, suele deteriorar su estado mental aprovechando casi todas las horas del día en seguir programas que habitualmente no contempla. Y si alguien guarda un reposo impuesto son los familiares quienes se instalan en la pieza vecina frente a la pequeña pantalla.

Tan indispensable se ha hecho el invento que en sanatorios y hospitales no falta el receptor en todas las habitaciones, que suele funcionar con moneda fraccionaria. Esto añade la tortura suplementaria de que se termine el dinero cambiado en plena madrugada y se corte, sin remisión, el curso de la película o las vicisitudes de una tertulia o un concurso. Dicen que los pacientes a quienes les ocurre esto suelen experimentar una ligera mejoría en su salud.

Casi nadie visita al enfermo casero por imperativo social. Quizás tampoco desean ser incomodados en su malestar, o interrumpidos en la convalecencia. Lo cierto es que como obra de misericordia ha dejado de tener la asiduidad de otras épocas y lo más que estamos dispuestos a dar, incluso a exigir, es la llamada telefónica, entre la nómina implacable que consideramos obligatoria desde la proliferación de los móviles y los supletorios inalámbricos. Adiós al caldo de gallina, el agua de limón, los mimos y el visiteo al atardecer. Como no sea a través de alguna ONG, pocos se ocupan de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y dar posada al peregrino. Como se dice, cada cual a su bola, exhortación que, fuera del noble juego del billar, carece de significación racional.

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