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Columna
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Cacería gastronómica

No es necesario insistir en las virtudes que han adornado la caza desde que nuestro mono ancestral decidió instaurarse como omnívoro y procurarse la parte de proteínas que le correspondían en carne mediante la captura de animales. Sin duda, el primate y sus descendientes hasta bien cercanos tiempos, hubieron de aguzar las lanzas y el ingenio para abatir las piezas que luego debían servirles de alimento. Estudiosos, a la vez que afilaban las artes de la caza también limaban las otras, aquellas culinarias que proporcionaban placer a sus paladares además de energía para la supervivencia. De ahí el asado como forma más simple y primigenia de preparar las alimentos, al unísono del cocido y, en general, de cualquier método que los ablandase e hiciese posible su fácil ingestión. Más para complicarlo todo, y cuando de carne procedente de la caza se trataba, había que apurar los conocimientos, ya que la reciedumbre de su estructura, unida a su fuerte sabor la hacían difícil de consumir, a no ser que se les proporcionase un adecuado tratamiento. Los estudios dieron lugar a los míticos platos que han permanecido hasta nuestros tiempos. Valga como sabroso ejemplo el civet de cualquier montaraz cuadrúpedo -con la sangre como elemento coaligatorio de las salsas a la vez que pleno de perfume-, o las royales, que necesitan de horas de cocción y multitud de especias -amén de ajos y chalotas- para que el animal desprenda un tenue sabor que recuerde a lo comido y vivido en los montes por el sacrificado. Estas cimas de la gastronomía se correspondían, sin duda, con las de la cacería y, a tal cazador, tal cocinero, sin olvidar el invitado inexcusable, que era lo cazado. Pero he aquí que, como a veces sucede, todo se ha pervertido; la dificultad de la caza se ha ido superando con las cada vez más perfectas armas para abatirla y, por si fuera poco, la inteligencia e intuición de las piezas ha ido al traste después de sometidas a una rica crianza, no en bodega sino en granja. En justo castigo a los pecadores que ahora practican el llamado arte cinegético muy cerca de sus casas y contra animales estabulados, éstos han perdido las esencias, por lo que la cocina que se practica con ellas no se corresponde con la recordada. Al nulo sabor de las actuales perdices o faisanes de nada sirve oponerles las ramas de tomillo -que este sí, aún parece que se cría en el campo- o los sutiles anisados, ya que la mezcla resultará incomprensible para el comensal. El conejo con hinojo sabe únicamente al bulbo y la faisana al horno, bañada con sus jugos, más parece inundada por pantano que aromatizada en sus esencias.

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