¡Vivan los novios!
No hay que engañarse: La Boda -Felipe-Letizia, naturalmente- ha sido la conversación de la semana. Altos y bajos, guapos y feos, ricos y pobres, han recibido, desde el centro hasta la periferia, como algo personal a esos novios sobresalientes. El frenesí conversador sobre La Boda ha convertido a este país en un patio de vecinos de tema único. La realidad humana de esta reacción masiva ha ido mucho más allá de la invasiva presencia de tertulianos mediáticos, prensa rosa y carroñeros de intimidades y sentimientos que simplemente ejercen un dudoso derecho de pernada al hacer negocio con el famoseo e inducir interpretaciones que alimenten ese gran business del que viven.
La Boda, en suma, ha sido, por sí misma, un asunto de la calle, de la gente. Y eso tiene un valor y una significación social cuya interpretación hoy sólo podemos intuir. De las muchas cosas que he oído, extraigo algunas conclusiones preliminares, que conforman el fondo del asunto, en forma de pregunta: ¿consolidará o no esta boda la Monarquía española? Pero hay otra pregunta más interesante: ¿por qué habría de hacerlo?
El desarrollo de los hechos ha predispuesto a todos a interesarnos, más incluso de lo previsto, por esa pareja que ya ha ganado una primera -y decisiva- batalla: la de la comunicación. Ahí es nada haber podido ocultar a esa jauría de indagadores de intimidades la noticia sentimental -y, también, sociológico-política- del año. Hablando claro: la Zarzuela ha ganado por goleada a la prensa rosa, que no ha olido lo que se preparaba. Primer punto, pues: revolcón total a los supuestos especialistas en romances y secretos de alcoba. La gente, qué duda cabe, ha disfrutado de eso con gran jolgorio. ¡Vivan los novios!
La puntilla de la cuestión es que el Príncipe ha escogido a una periodista que, además, es una cara de todos conocida. Doble tanto. Imagino los sacrificios que eso habrá acarreado a los dos protagonistas, pero también la satisfacción de mostrar que, en esta sociedad, existe gente capaz de guardar secretos de ese tipo. No es una lección sin importancia sobre la vigencia de la intimidad.
Otra lección es la adaptación social de la Monarquía española. Nada de princesas, sino mezcla mesocrática. Una provocación para los rancios, claro; sólo para ellos. A la gente parece gustarle el mestizaje social: es lo que la mayoría practica. Aplicando la lupa un poco más cerca, lo que aparece es que, tras esa inicial y simbólica alianza matrimonial de la monarquía con el pueblo, la elección de don Felipe es también estratégica. La novia no es una abogada o médica o empresaria, sino miembro distinguido del poder comunicativo, un poder en alza como todos sabemos. Es decir, que el presunto desclasamiento monárquico da paso a una voluntad de alianza con los poderes emergentes: los de la comunicación. El príncipe tendrá en casa una persona que, presuntamente, conoce todos los trucos del gran poder de llegar a la gente. La novia no es una empresaria mediática, sino una técnica en comunicación que tiene algo más valioso: el know how. La pareja, si quisiera, podría autoabastecerse en las relaciones con los medios. Según eso, estaríamos ante un verdadero rearme de la Monarquía, que, con esta boda, apuntala un flanco decisivo.
Se trataría, pues, de un intento de mutación modernizadora de una institución cuya vigencia depende del ejercicio de un papel moderador, facilitador y aglutinador de opuestos. Parece claro que ser rey es hoy un trabajo más; un trabajo, por cierto, tan atípico que ha de permitir ofrecer un espacio de encuentro civilizado de la pluralidad social y política. Y si ese espacio existe, tiene que saber explicarlo, venderlo se llama en nuestra jerga periodística. Eso es lo que enseguida veremos. Al menos es el reto que afronta la pareja. Pura supervivencia, también para ellos.
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