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Columna
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Postrimerías

Anda medio nostálgico el columnista en las postrimerías del otoño, que es el tiempo replegado y sombrío en el que el año en curso, 2003 por la gracia de Dios, da sus últimas boqueadas en los jardines públicos, en los escaparates de los grandes almacenes y en las pantallas planas -cada día más planas, puro encefalograma plano- de las televisiones públicas y privadas del Reino. El columnista asiste al final del encuentro entre perplejo y cariacontecido. Escucha los diálogos fatales y finales de la tragicomedia y se traga los últimos minutos de basura después de casi todo; después de la marea negra del Prestige, después de la mentira bochornosa y macabra de Irak, después del tal Tamayo y del plan Ibarretxe y de Letizia, esa chica que acaba de ganar la oposición a reina de este Reino real e imaginario, cada vez menos lógico y más mágico denominado España.

Lo de la boda real es el definitivo triunfo del pensamiento mágico; la apoteosis imposible del realismo mágico (Raymond Carver pasado por Isabel Allende y con premio Planeta adosado); la defenestración del pelma de Descartes (la razón, la razón, ¿para qué diablos sirven el Discurso y la duda metódica y el sentido común?) y la entronización del manual de autoayuda y de las paparruchas de Paulo Coelho.

El columnista, en las postrimerías del otoño, duda incluso de su propia existencia, de la propia existencia del papel en el que se halla impresa su columna del sábado y hasta, si se le apura, de la propia existencia del sábado (¿no será acaso un viernes sobredimensionado o un domingo precoz?). Ni la Constitución (ahora con uno de sus padres, Herrero de Miñón, bajo sospecha), ni el Estatuto vasco al que acaban de dar matarile son ya cosas reales. Tampoco el fantasmático proyecto de libre asociación del Pueblo mítico con el Estado mágico pertenece aún al ámbito de la realidad. Sólo la boda es real. Lo demás es el limbo o la entropía.

Pero la boda, con sus arrobas de realidad catódica, se le aparece al columnista como postrimería, como fin de trayecto. Hay algo inevitablemente melancólico en la monarquía, en cualquier monarquía. Algo que en su principio lleva, inexorablemente, escrito su final. Por mucho que Gobierno y oposición, por una vez de acuerdo, levanten las campanas de boda real al vuelo, la realidad (la otra realidad, la que se vela hoy en los informativos de la televisión y la que es sepultada bajo el peso de la basura fina de la crónica rosa, ésa que apesta como el ambientador de un club de alterne) asoma al fin, desagradable y cierta, como en un viejo poema memorable de Jaime Gil de Biedma, nuestro mejor historiador poético de la España real.

Han llegado a decirnos que nuestra felicidad futura y la de nuestros hijos dependerá de la felicidad de los novios reales. Que en la medida en que ellos sean dichosos, lo seremos nosotros. El columnista ha escuchado y leído el despropósito, tan real y tan mágico, con incredulidad y ciertas dosis de melancolía. La idiotez, cuando no es indignante, puede ser melancólica, lo mismo que la magia. En el momento en el que descubrimos las trampas de la magia, el doble fondo de la caja Borrás, la magia se termina. Así Letizia.

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