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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La respiración de las plantas

Los días de lluvia hay gente que se pone increíblemente romántica. Les gusta tomar café y ver cómo cae el agua. Y si pueden, desempolvan los vinilos de La Romántica Banda Local. El mes que acaba de esfumarse nos ha dejado una buena remesa de chubascos y chaparrones. ¡Que los disfruten! Desde el último fin de semana de octubre, ha quedado abierto al público el antiguo jardín botánico de Barcelona (avenida de los Muntanyans, 25, detrás el Museo Nacional de Arte de Catalunya [MNAC*>, que llevaba más de 10 años cerrado. Los árboles, los arbustos..., también transpiran romanticismo mientras realizan su fotosíntesis. Un jardín botánico es un trozo de mundo perdido que aparece en nuestro mundo, una reconstrucción científica de los parajes fabulosos que soñaba Conan Doyle.

Hace unos días reabrió el jardín botánico de Montjuïc, que llevaba 10 años cerrado. Es un placer pasearse por allí

Contemporáneo de Doyle, el leridano Pius Font i Quer convirtió en realidad su ilusión de proporcionarle a Barcelona un jardín botánico y, aprovechando una vieja cantera de Montjuïc, lo levantó en 1930, cuando la Exposición Universal había desocupado la montaña. Nueve años antes, en otra cantera de la zona, el arquitecto francés Jean-Claude-Nicolas Forestier intuyó el sitio ideal para construir un teatro griego, y así se haría. Y nueve años después, en 1939, otra cantera de Montjuïc se convirtió en la fosa común a donde fueron a parar, entre otros, los fusilados en el Camp de la Bota. El presidente de la Generalitat Lluís Companys también acabó enterrado en ese lugar, fusilado por quienes tiran de la pistola cuando oyen hablar de la cultura.

El amor a la cultura es un amor republicano, de enseñanza libre, de aire libre y salidas al campo. Es un amor botánico, porque la botánica oxigena el conocimiento.

Visito el antiguo jardín botánico pasados los días de lluvia. Las hojas todavía están empapadas de gotas de agua. Al pisar la tierra humedecida parece que uno tenga derecho a decir que es hombre de campo. Por el suelo se encuentran esparcidas las semillas y los frutos caídos de los árboles a causa del agua y del otoño. El aligustre crece junto a un altísimo fresno, de alrededor de 80 años de edad, que asoma su copa por encima de la vieja cantera. La madera de los fresnos aún se utiliza para fabricar los mangos de las herramientas: las azadas, los zarcillos... Un fresno es un árbol patriarcal que, desde su altura, ve más lejos que nadie y se calla el secreto de lo que ha visto. El árbol le enseña a la gente a aguantar en pie los chaparrones. Cuando el viento sopla con fuerza, los árboles se agrupan y plantan cara, como jóvenes románticos de pelo verde, a medio camino entre Victor Hugo y Baudelaire.

El descenso al corazón de esta cantera convertida en jardín se hace a través de un senderillo de tierra, resguardado en sus cortes más abruptos por deliciosas vallas de madera. Un pequeño arroyo salta en cascada a la busca de plantas que regar y regala su ruido al chocar contra las piedras que aún quedan. Las urracas sobrevuelan el gingko, el árbol sagrado de los chinos, y sobre el verde profundo de aquí abajo se distingue la claridad de la luz solar, que no se atreve a pasar más allá de las copas de los árboles. La umbría es el escondite de la melancolía, y por eso las penas, si no se las quiere echar a perder, deben guardase de piel para adentro, adonde no llega el sol.

Baja un matrimonio mayor por el senderillo y me da los buenos días. Les contesto educadamente. La señora anda buscando con la vista matas de tomillo. Las celebra ilusionada. Claro, amarillento, hoy el más otoñal de los árboles es el árbol de las tulipas, que procede de las tierras de Virginia, en Norteamérica, y está emparentado con las magnolias. Trae en sus ramas una claridad de revolución norteamericana, de declaración de independencia, a lo George Washington y a lo John Adams. Es un árbol de la vida. A su pie, las espadañas, que tienen nombre de revista de poesía, se doblan cansadas a mitad de su camino. Y el taray ofrece su nombre científico (Tamarix africana) al más grande de los prestidigitadores. Un jazmín de primavera asoma las raíces como piernas de vedette entre la tierra cortada en tajo al borde de un pequeño terraplén. La cornicabra brota en ramas multiplicando ya a ras de suelo su tronco de arbusto. De su corteza se extrae la trementina con la que Pablo Neruda escribió aquello de "Ebrio de trementina y largos besos...". Los pájaros se cantan entre sí sus cantos misteriosos, uno abandona una rama y la rama se agita diciéndole adiós. Las hormigas exploran los bancos flamantes que acaba de instalar el Ayuntamiento. Y a la orilla del arroyuelo, siento retumbar bajo la tierra un ruido secreto.

Un trabajador de Larache planta unos esquejes traídos de Canarias. Me cuenta satisfecho cómo entre sólo cuatro personas han reacondicionado todo el jardín botánico ("¿Te gusta? Antes, sólo era bosque"). Llevan desde abril desbrozando, cavando, plantando... Está orgulloso de su trabajo. Mira a su alrededor y ve que es bonito todo eso ("¡Bonito!, ¿verdad?"). Lo ha hecho con sus manos y con su corazón, y por eso hincha el pecho sonriente. Me gusta la gente que vive de piel para afuera. Cerca, el más oscuro y umbrío de estos árboles, el tejo, se ha apostado con sus hojas de verde negro al pie de la cascada, bebiéndose el agua conforme cae, insaciable.

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