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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Gràcia que desaparece

Uno de los encantos del barrio de Gràcia es que, tras las fachadas de sus casas antiguas y la estrechez de sus calles, oculta a menudo mundos insospechados. Basta con salir de la estación de metro de Fontana para encontrarse, unos pocos metros más arriba y en plena calle Gran de Gràcia, con una masía del siglo XVII conocida como Can Trilla. La vemos de canto, dando la espalda a la calle y encajonada entre edificios de pisos, como si se negara a aceptar la ruidosa irrupción del progreso y de los coches en lo que hace un siglo fue un terreno de huertos y de viñas, pero lo cierto es que Can Trilla sobrevive como un testimonio de otros tiempos, como un contrasentido en medio de un ambiente cien por cien urbano, como un sustrato arqueológico de unos años y de un paisaje ya lejanos. Un poco más arriba, en la calle de las Carolines, podemos admirar la Casa Vicens, la primera realización del genial Antoni Gaudí, ejerciendo de testimonio de otra Gràcia, la de las grandes mansiones con amplios jardines, que también ha desaparecido ante el empuje de la especulación. Queda la casa, es cierto, pero absorta entre bloques de pisos y privada del gran jardín que la rodeaba, de un jardín que, según explican en el barrio, se extendía hasta más allá de la avenida de la República Argentina. Eran otros tiempos, otros escenarios.

El callejón de Santa Àgata tiene los días contados, pronto las excavadoras empezarán a derribar la chimenea y los talleres

No muy lejos de la Casa Vicens, en el número 30 de la calle de Santa Àgata, el fotógrafo Joan Guerrero me descubrió hace unos días otro de esos mundos secretos que afloran de vez en cuando en el barrio de Gràcia. En esta ocasión no se trata ni de una masía ni de una casa noble, sino de un apacible callejón que parece escapado de otra época, como si alguien hubiera querido preservar un parque temático de la Gràcia de antes, de la Gràcia artesanal y menestral que retrató Mercè Rodoreda en La plaça del Diamant. Tras cruzar el portal en forma de arco, con una gran puerta de hierro, sorprende encontrar un pasaje de suelo empedrado, con auténtico sabor a pueblo y con unos cuantos talleres de construcción más o menos precaria a ambos lados. Lo adornan flores y plantas, y hay también paredes de colores y algunas pintadas alternativas que reclaman el derecho a soñar un mundo diferente. Si uno levanta la cabeza, podrá ver, en vez de los árboles que uno espera encontrar en una calle de pueblo, una alta chimenea de obra que recuerda que estamos en plena ciudad. La chimenea, ligeramente inclinada en su extremo, proclama que en el origen del callejón hubo una fábrica ya abandonada.

La chimenea, me cuentan, será pronto derribada, igual que los talleres. Exigencias de la modernidad y de la especulación. También desaparecerá la fuente de la entrada y el cartel pintado a mano que indica que se prohíbe la entrada a los camiones pesados. Será muy pronto, dicen. El callejón está viviendo sus últimos días y sus habitantes aceptan entre indignados y resignados la inminente construcción de un aparcamiento y unos bloques de pisos.

Era un lunes por la mañana cuando visité con Joan Guerrero este increíble callejón. Mal día para las visitas, mal día para casi todo. Reinaba un sorprendente silencio y de entrada no encontramos a nadie. Tras unos minutos de espera, sin embargo, pudimos abordar al primero que llegó: un carpintero que explicó que, aun estando jubilado, iba de vez en cuando a su taller del callejón para hacer algunos trabajillos. "Llevo toda la vida viniendo aquí y ahora dicen que nos quedan pocas semanas", se lamentó. "Es un sitio muy tranquilo, con muchos carpinteros y artistas. Será una pena que se acabe. Dicen que construirán pisos y abrirán una calle que irá desde la de Santa Àgata hasta Torrent de l'Olla. Ya estamos sentenciados". El hombre prefiere no dar su nombre. Desconfía de la letra impresa y, medio en broma y medio en serio, puntualiza: "Si os lo digo, igual me echan antes".

Lo que empezó siendo un descampado se ha ido afianzando con los años como un escenario ideal para artistas. Son varios los que tienen aquí su taller, aunque está claro que las mañanas de los lunes no son el mejor momento para encontrar a un artista. En una de las puertas leemos el nombre del fotógrafo Jordi Oliver, que en 1991 ganó un Fotopress por un reportaje sobre los travestidos del Raval y que posteriormente se ha dedicado a la fotografía publicitaria. Él, que ha localizado alguna de sus fotos en el callejón, es uno de los más acérrimos defensores del encanto de esta Gràcia oculta. Como muestra, me enseñan un recorte de la revista L'Independent, de Gràcia, en el que Oliver lamenta que este "ambiente irrepetible" desaparezca.

La historia reciente del callejón tiene otros momentos de gloria. Los decorados de algunas obras de Dagoll Dagom salieron de las manos de Montse Amenós, instalada en uno de los talleres del pasaje, y otros artistas y artesanos han aprovechado la calma proverbial de este rincón secreto para crear sus obras e intercambiar opiniones con sus vecinos en lo que parece una tranquila calle de pueblo, una gozosa excepción dentro de la gran ciudad. Todo, sin embargo, desaparecerá. El callejón de la calle de Santa Àgata tiene los días contados y pronto las excavadoras empezarán a derribar la chimenea y los talleres. Se perderá un ambiente único de barrio, pero esto no parece importarle a casi nadie. Es probable que en un futuro próximo a algún escenógrafo de TV-3 se le ocurra levantar un decorado para un culebrón que reproduzca fielmente lo que fue este callejón. Entonces, todos hablarán del encanto de los viejos tiempos, de esos callejones con encanto que no supimos salvar.

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