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Columna
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Carne de santo

Los huesos de santo, y sólo me refiero al dulce típico de estas fechas, ya no son lo que eran. Me he fijado. Ahora son más pequeños y estrechos que los antiguos y vienen en más sabores. Antes la oferta era completamente single, huesos de yema y punto. Hoy se encuentran de moca, mantequilla o incluso chocolate. No sé si nuestro paladar se ha vuelto más exigente, pero está claro que se ha vuelto más consciente. En fin, que huesos bien (lo tradicional sigue pegando fuerte), pero más ligeros, más dietéticamente equilibrados y sobre todo más a la carta, que en estos como en otros gustos -a ver si se enteran los elaboradores de menús-plato único- cada uno de nosotros es cada cual.

Y lo que vale para los huesos vale para la mismísima carne de los santos, que también está cambiando con los tiempos. Antes los santos eran seres remotos, algunos incluso directamente imaginarios -como San Cristóbal, por ejemplo, y lo pongo porque es el santo de mi cumpleaños, que es también el de Proust, dicho sea sin afán alguno de homologación-. Y además los santos te los daban hechos y tú sólo tenías que reaccionar de un modo exhaustivo y/o visceral. O bien rechazarlos con un inapelable "a mí santos no" o "yo no soy de santos", o bien aceptarlos con todo el equipo. Un equipo que, todo hay que decirlo, solía ser bastante singular y que incluía nombres tan deslumbrantes como Társila, Winoco, Narval o San Pedro del Barco, y peripecias vitales que podían mirar sin complejos, de tú a tú, a las grandes creaciones de la imaginación, incluso de la imaginación calenturienta.

Los santos actuales no tienen nada que ver. Y no me refiero al hecho anecdótico, folclórico, de que hoy lleven nombres y apellidos comunes y corrientes. Lo que importa es que los santos modernos ya no tienen hagiografía, ni siquiera biografía, tienen currículum que es como se cuenta la vida cuando es candidatura. Tienen amigos y enemigos. Defensores y detractores. Lo que es lo mismo que decir que se han vuelto opinables -por eso me permito incluirlos en una columna de opinión-, debido fundamentalmente a que les hacen santos en vida. En vida nuestra, quiero decir. Hoy no sólo asistimos en directo a las canonizaciones, sino a todo el proceso, de la introducción razonada al desenlace glorioso. Hoy la santidad se nos presenta, como se ha puesto de moda en el mundo del arte, como una obra in progress.

Lo que significa que los santos antiguos eran de la Iglesia y de la gente, y que los recientes son de la Iglesia y de la opinión pública, y esa diferencia es radical. No tienen nada que ver los comentarios del tipo "yo a ese santo no me lo creo" (que era lo que decían antes los desentendidos de la religión) con afirmaciones del género "yo a ese santo no lo trago" o "cómo va a ser santo ese señor (o tío o peor)", que no sólo no son infrecuentes hoy en día, sino que vienen incluso de gente entendida y acompañadas de documentación.

En fin que hoy a los santos hay que argumentarlos. Y a mí me parece muy bien -una prueba más de que la santidad queda muy arriba-, un avance y un consuelo, sobre todo teniendo en cuenta que vivimos tiempos en que prácticamente no se argumenta nada más. El único problema que le veo a la argumentación de los santos es que algunos vienen tan bien motivados que no sólo te quedas sin ideas seglares que oponerles, sino que te entra como una devoción. Y eso, si no se tiene preparación previa, desconcierta muchísimo.

La tabla de medir santos sigue siendo el horror del mundo, que es lo único que no ha cambiado desde los tiempos de los apóstoles. No hay santos si no hay maldad, esclavitud, miserias, plagas, cataclismos. Digamos que no hay santa madre Teresa sin la existencia previa de Calcuta. ¿Pero cómo prescindir de su santidad en un mundo que se calcutiza? ¿Qué objetarle a su carne de santa con un hueso de yema o chocolate en la boca? Cómo no desear que se extienda su devoción. Amén. Lo dicho, un descoloque.

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