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Columna
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Síntomas

Cabe, desde luego, la posibilidad de que me esté volviendo paranoico, pero hace ya varios años que asisto con inquietud creciente al rumbo discursivo, actitudinal y fáctico -es decir, a las palabras, los gestos y las actuaciones- que la hegemonía institucional, social y mediática del Partido Popular viene imprimiendo a la vida pública española. Últimamente, sin embargo, quién sabe si a título de colofón del liderazgo saliente, me parece que los síntomas de cerrazón, de intolerancia, de agresividad, de dogmatismo y de prepotencia se multiplican y extienden de un modo en extremo alarmante. Permítanme recoger un puñado de ellos, espigados tan sólo en la prensa de las últimas dos semanas.

El pasado 20 de octubre, en la Escuela Superior de las Fuerzas Armadas, José María Aznar expresó su "visión" acerca de las "nuevas responsabilidades" de España después del 11 de septiembre de 2001 y sobre la "nueva pauta de la acción exterior española". Se trata de una visión explícitamente militarizada: "siempre he creído y confiado en las Fuerzas Armadas como una institución privilegiada para sostener la acción exterior de la nación", "los presupuestos para la defensa deben crecer paulatina pero continuadamente". Dicha visión pasa por asumir "una nueva doctrina de seguridad" en virtud de la cual, acechados como estamos por "viejas amenazas y amenazas nuevas" (léase desde Marruecos al terrorismo local y global), deberemos actuar "diferenciando menos lo interior y lo exterior, sin límites geográficos definidos", y estar a punto para "emprender acciones de carácter anticipatorio". "Es un camino que España tiene que tomar porque, (...) hagan lo que hagan las organizaciones multinacionales, los retos del futuro deben ser afrontados en primer lugar por los españoles y sus gobernantes", y ello mal que le pese a "la débil conciencia nacional de la defensa".

Dos días después, en la academia de la Guardia Civil de Baeza (Jaén), el presidente hizo la loa de la Benemérita por ser no sólo una herramienta preferente de la seguridad nacional y de esa proyección exterior que el líder únicamente concibe uniformada y armada, sino sobre todo porque, en esta España autonómica, "es imprescindible que el Gobierno cuente con un instrumento fuerte" para ejercer su autoridad en todo el territorio nacional. El mismísimo duque de Ahumada debió de emocionarse en su tumba ante tal fidelidad a los objetivos fundacionales del cuerpo, objetivos que el hoy diputado del PSOE Diego López Garrido estudió hace ya dos décadas en un libro titulado La Guardia Civil y los orígenes del Estado centralista. Regresamos, pues, a esos orígenes.

Otros dos días más tarde, el viernes 24 y durante el acto de cierre de campaña para las elecciones madrileñas, la alusión de Aznar al plan Ibarretxe fue acogida por el público "con un sonoro y prolongado pateo" -lógico: si hay que combatirlo por todos los medios, ¿por qué no usar también los pies?-, estruendosos gritos de "¡España! ¡España!" y el flamear de las correspondientes banderas. "A mí me gusta la palabra España. A mí me gusta esta bandera", apostilló, cómplice, el jefe del Gobierno. La verdad es que lo sospechábamos, sobre todo a la vista de la reciente conversación presidencial con el astronauta Pedro Duque, que apareció literalmente rebozado de banderas como ningún otro participante de la aventura espacial en cuatro décadas. Pero claro, qui paga, mana, y poner todas esas rojigualdas en órbita costó la fruslería de 13 millones de euros, que habrán sido cargados a una partida de investigación y desarrollo...

Paralelamente, mientras en los ambientes gubernamentales se baraja cada vez con mayor soltura el uso eventual del artículo 155 de la Constitución, o la reforma ad hoc del Código Penal para meter en la cárcel por desobediencia al presidente del Parlamento Vasco, o el uso de la fuerza bruta para abortar los planes del Ejecutivo de Vitoria (el señor Enrique Villar ya se ha ofrecido voluntario), al mismo tiempo la mayoría absoluta del PP en el Ayuntamiento de Granada rechaza una moción de condena de la agresión que sufrió en esa ciudad el lehendakari Ibarretxe; pues claro: ¿cómo van a condenar la intentona de linchamiento físico los mismos que promueven el linchamiento moral?

A propósito de linchamientos morales, no cesa el que se desató contra el cineasta Julio Medem por haber osado apartarse del dogma "constitucionalista" en su visión de Euskadi: de momento, la embajada de España en Gran Bretaña y el Instituto Cervantes han retirado subvenciones y apoyos al Festival de Cine de Londres, en represalia por haber programado el filme La pelota vasca... Y, sueltos y desacomplejados ya los demonios de la mordaza y del anatema, el presidente de Ceuta -miembro del Partido Popular- estudia cómo impedir la publicación del libro del ex diplomático Máximo Cajal Ceuta y Melilla, Olivenza y Gibraltar. ¿Dónde acaba España?, que incurre en la herejía de negar la españolidad de las plazas norteafricanas; se trata -arguye el mandatario ceutí- de una tesis "inconstitucional". O sea, que la Constitución no es sólo un marco jurídico, sino una jaula del pensamiento y de la expresión; cuanto quiera escapar de ella debe ser prohibido.

En éstas aparece Josep Piqué -también del Partido Popular- y asegura sin reírse que Cataluña es "una sociedad atemorizada y coaccionada por el poder político y el pensamiento único" de Convergència i Unió. Pues, confidencia por confidencia, señor candidato: Cataluña, no sé, pero un servidor está más que atemorizado, está aterrado ante los ardores guerreros y las ínfulas redentoras de su todavía jefe, ante el espíritu inquisitorial, las veleidades censoras y el bochornoso sectarismo de sus correligionarios de usted en todos los ámbitos donde mandan.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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