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Tribuna:RELEVOS EN EL MINISTERIO PÚBLICO
Tribuna
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El fiscal insoportable

Un grupo de fiscales y magistrados ha convocado para esta noche una cena homenaje a Carlos Jiménez Villarejo, con motivo de la decisión gubernamental de destituirle como fiscal jefe Anticorrupción, que ha motivado la jubilación anticipada de este jurista.

El mapa de la respuesta judicial a la corrupción en la Europa de estos años, entre otras lecturas, permite una muy sugestiva, bajo el prisma de la independencia de la institución. Allí donde se halla garantizada en un grado estimable, la cultura de la legalidad ha terminado por brillar de forma estimulante en la experiencia jurisdiccional, a pesar de todos los pesares. En cambio, donde la tutela de ese valor presenta quiebras, éstas tienen fiel reflejo negativo en el resultado del quehacer de la jurisdicción. Y cuando las mismas son de calado, es como si el Código Penal se hubiera ido de vacaciones, en relación con alguna relevante clase de sujetos y de conductas.

En nuestro país, las vicisitudes de la reacción penal frente al odioso fenómeno, analizadas en la clave aludida, resultan asimismo extraordinariamente elocuentes. Y lo primero que puede observarse es la existencia en ellas de un antes y un después... de la entrada en escena de ese fiscal ejemplar que es -no diremos que ha sido- Carlos Jiménez Villarejo.

Hay aspectos de la legalidad insoportables para los centros del poder político

El ministerio público español representa, por su diseño, un claro exponente de contradicción, difícilmente salvable, entre la forma del órgano y su función constitucional. En efecto, postulado como exclusivo agente de la legalidad, con el encargo de velar por la independencia de los tribunales, está estructurado internamente del modo más adecuado para generar actitudes de dependencia jerárquica y de sumisión; según una línea que, en última instancia, remite al control por el Ejecutivo, en el que se inserta eficazmente el vértice de la institución.

Esta clase de articulación genera como efecto fisiológico unas rutinas burocráticas y una cultura institucional de objetiva predisposición a la integración políticamente subalterna en el aparato estatal. Y, por tanto, de tendencial pasividad o indiferencia frente a las conductas transgresoras que pudieran producirse dentro del mismo. Para comprobar la veracidad de esta afirmación, si es que se estima demasiado tajante, bastaría con hacer un examen desapasionado del modus operandi del ministerio público en la nutrida fenomenología de incidencias de esa índole registradas entre nosotros en años todavía recientes y en otras, particularmente sintomáticas, en curso. Y preguntarse en qué habría quedado todo si nuestro ordenamiento no albergase esa inapreciable institución que es la acción popular, y de no ser por el empeño de algunos jueces de instrucción. Y, a partir de cierto momento, de no haber contado con una Fiscalía Anticorrupción gestionada como lo ha sido hasta ahora. La respuesta es tan simple como desalentadora: en nada, o en casi nada. Porque en relación con las conductas posiblemente delictivas de sujetos públicos, el fiscal ha sido, por lo regular, el gran ausente. Hasta que la Fiscalía Anticorrupción inició su trabajo, con el consiguiente cambio de inflexión en la materia.

Pero se impone una puntualización, porque es sabido que esta fiscalía no nació para ser dirigida de la manera que lo ha sido. Pues no es ningún secreto que, si Jiménez Villarejo ocupó su jefatura en el primer momento, fue merced al empeño del entonces fiscal general del Estado, Carlos Granados, en mantener su candidatura como única, por razón de idoneidad; frente a la insistente y reiterada solicitud, entonces biministerial, de una terna que incluyese alguna opción más compatible con el statu quo de legalidad débil.

De donde resulta, de forma paradigmática, que la fuerte recuperación de ese principio en la actuación del ministerio público en temas de corrupción, por encima de razones de oportunidad y de coyuntura política, ha sido posible gracias a la concurrencia de dos singulares factores de independencia, en este caso de carácter personal y no orgánico. Los representados por las actitudes de un atípico fiscal del Estado que -en contra de lo habitual- aquí hizo efectiva la generalmente retórica autonomía de la institución; y la de un fiscal antico-rrupción que ha extraído del mismo limbo de la retórica la vigencia de la acción penal frente a conductas infractoras, antes nada o escasamente perseguidas de facto, no obstante su trascendencia y su gravedad.

Pues bien, en términos constitucionales del mejor derecho, la única conclusión defendible en este asunto es que la independencia del fiscal como agente de la legalidad no debe estar al albur de quién dirija una fiscalía, sino que tendría que ser asegurada mediante los adecuados resortes normativos y orgánicos que la hicieran objetiva y regularmente cierta en todo caso.

No obstante, la decisión de hacer saltar a Jiménez Villarejo indica que se ha optado por todo lo contrario. Y se dice esto no por la calidad del sustituto, que tiene en sus manos el sentido del juicio que pueda merecer su futura actuación; sino por el hecho mismo de la sustitución. Porque ésta evidencia que hay aspectos de la legalidad vigente que son literalmente insoportables para los centros del poder político. Y el problema Jiménez Villarejo, lo que le hace también a él insoportable, es haberla tomado en serio.

La historia ejemplar de Jiménez Villarejo no empieza en la Fiscalía Anticorrupción. Fue perseguido durante el franquismo, paradójicamente, porque encarnaba, y con el mismo coraje, idénticos valores de legalidad y democracia que ahora le exigen también un alto precio. Y tuvo dificultades para ser fiscal jefe en Barcelona precisamente por la misma razón. Entonces allí, como aquí ahora, dio buena prueba de una gran capacidad para combinar la inteligente dirección estratégica y el trabajo a pie de obra con sus colaboradores. Y de su independencia.

Pero no sólo. La Fiscalía Anticorrupción se ha acreditado internacionalmente como una institución de vanguardia en la necesaria respuesta legal a formas delictivas que se cuentan entre las más peligrosas. Gracias a ella, la experiencia española -a pesar de la renuencia del Gobierno a cumplir su compromiso europeo en este punto dotándola debidamente- se ha convertido en un auténtico referente, orientador incluso de reformas en curso en diversos países en los que, como en Bruselas y en Estrasburgo, Jiménez Villarejo y sus colaboradores tienen un sólido y bien ganado prestigio.

Pero Carlos Jiménez Villarejo no sólo ha sido cesado como fiscal anticorrupción. También ha sufrido un severo maltrato a su dignidad. En efecto, junto al cese, lo previsto para él era el destierro de la jurisdicción penal, con traslado a otra área, en la que, por supuesto -un torpe guiño implícito- habría podido concluir de forma muy confortable su peripecia profesional.

La afrenta es evidente, por lo que en ese modo de proceder contra él hay de expropiación del legítimo derecho a seguir desarrollando su experiencia de fiscal penalista sin mácula, y de falta de respeto al fruto de una vida de esfuerzo. Pero no sólo. Desde la perspectiva institucional, en tal forma de actuar hay también una suerte de malversación de un bien público: el representado por el activo de su capacidad de trabajo y por la calidad de éste, rigurosamente excepcionales; cuando, como es notorio, estaba en disposición de seguir dando lo mejor de sí mismo.

Lo sucedido a Carlos Jiménez Villarejo es una mala, una muy mala noticia para el Estado de derecho de nuestro país. Su decisión de optar por la jubilación voluntaria, como personal respuesta a la operación, es un gesto de dignidad de un valor incalculable. Que pone definitivamente las cosas y a cada quien en su sitio.

Perfecto Andrés Ibáñez y José Antonio Martín Pallín son magistrados.

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