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48º FESTIVAL DE CINE DE VALLADOLID

Líbano y Estados Unidos traen cantos de amor y amistad

La veterana documentalista libanesa Randa Chahal Sabbag y la joven estadounidense Sofia Coppola trajeron ayer al concurso La cometa y Lost in translation, deslumbrantes filmes enormemente distantes, casi opuestos, tanto en forma como en materias escénicas, pero sin embargo misteriosamente cercanos: poemas visuales envueltos en un vendaval de libertad y cantan al amor y la amistad.

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Randa Sabbag hace en La cometa una tragedia rectilínea, sin adornos ni atajos; Sofia Coppola hace en Lost in translation una comedia vivificadora, de gran vuelo lírico y poderoso calado irónico. La primera nos mueve en una franja de tierra herida, la frontera que separa a Líbano de la parte de sus territorios ocupados por Israel; la segunda nos sumerge en la reluciente locura de Tokio, en el territorio de las doradas moquetas de la opulencia capitalista y su mortal silencio.

En La cometa surge una ventolera de amor irrealizable, pero de fuerza explosiva, entre una muchacha libanesa y un soldado israelí. En Lost in translation compartimos la forja, en estado de gracia, de la vivísima amistad entre un padre de familia cincuentón y una muchacha recién casada, de alrededor de 20 años, que trenzan un hermoso lazo recíproco que les ata en el límite infranqueable del amor. Pero Randa Sabbag y Sofia Coppola, con tan distintas estrategias y tan diferentes lenguajes, nos hablan a dúo de las mismas cosas: el honor, la rectitud, la lealtad y la libertad.

La cometa procede de una expertísima documentalista libanesa, de ahí que Randa Sabbag busque la ficción con cautela y apoye sus piruetas imaginarias en un estricto soporte realista a ras de tierra, en la frontera militar israelí, territorio verídico que alberga tragedias no menos verídicas: la muerte cotidiana generada por una guerra infame e irresoluble. Y el equilibrio entre documento y poema es, en este conmovedor golpe de cine imperfecto, una conquista formal mayor, de artista adulta.

La californiana Sofia Coppola se fue al otro lado del mundo para contar una historia de ojos adentro. Al Tokio que revienta de luces y de riqueza llega un célebre actor de Hollywood venido a menos para rodar un spot en un estudio publicitario. Bill Murray -hay que recordarle en Academia Rushmore y Atrapado en el tiempo- es uno de los más grandes y menos aireados ingenios de la escena y la pantalla estadounidenses, un actor inclasificable y de talento inmenso, que se apodera de la pantalla sin caer en un solo exceso, con elegancia y contención memorables. Su cara a cara con la magnífica -hay que recordarla en El hombre que susurraba a los caballos- Scarlett Johansson es un dúo refinado y generoso, un prodigio de gracia y de sabiduría.

Sofia Coppola siente devoción por Bill Murray y, en cierto modo, le regaló su película. Se percibe esta generosidad en el juego, en su limpieza, su ligereza y en esa sensación de exactitud improvisada que despiden las grandes comedias. Alguien que conoce a la cineasta dijo que Lost in translation es un idilio de ojos adentro entre Sofia Coppola y su venerado actor. De ahí la verdad del despliegue de la gloriosa amistad entre un hombre curtido y algo zurrado por la vida y una muchacha libre y con el corazón intacto y abierto, que comienza a vivir.

El choque de rostros entre Bill y Scarlett es una delicia de pura seda y de pura inteligencia. Se ve tras ellos la mano escondida de una cineasta verdaderamente audaz que hace aquí cine -y éste es un rasgo heredado de su padre- desprendido de la pasión por hacerlo de espaldas a todo arreglo utilitario. Y da al talento y a las refinadas dotes histriónicas de Bill Murray la ocasión de abrirse en todo su alcance y darnos idea del dominio de una abundancia de recursos sometida a una mesura y un pudor exquisitos.

Bill Murray y Scarlett Johansson, en una escena de <i>Lost in translation.</i>
Bill Murray y Scarlett Johansson, en una escena de Lost in translation.

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