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Columna
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A ritmo de clic

Una de las anomalías principales de nuestra civilización es la impaciencia, una impaciencia orgánica, profunda, estructural. Cada vez que un escritor menor de treinta años alude a su obra de toda una vida hay que sonreír con suficiencia. Cada vez que decimos que precisamente hoy tenemos mucha prisa realmente mentimos: siempre tenemos mucha prisa, siempre vivimos así.

La sociedad contemporánea se mueve en virtud de impulsos tan inmediatos que cualquier proyecto prolongado en el tiempo lleva camino de admirarnos, de cegarnos para siempre. Y los avances tecnológicos no hacen más que apuntalar las condiciones de ese apremio infiernal. Procuraré explicarme.

Aunque existen rentistas e incluso privilegiados funcionarios que sobreviven sin teléfono móvil, hay que reconocer que la abrumadora mayoría ya hemos sucumbido al tiránico artefacto. El móvil determina un modo de vida propenso a la usurpación, a la expropiación de tus momentos más íntimos. De nada sirve que el propietario de la cosa decida cerrarlo, harto de tanta inquisición telefónica, en ciertos momentos del día. Por ejemplo, el que escribe hace ya mucho tiempo resolvió desactivar el aparato durante las comidas. Pues bien, parece que el universo entero no tolera siquiera tan imprescindibles menesteres: una vez puesto en marcha de nuevo, el móvil atestigua tres, cuatro o cinco llamadas producidas, llamadas que, por supuesto, quedan escrupulosamente registradas, en demanda de urgente contestación.

El anecdotario victimista llegó a su extremo aquel día en que entré en unos servicios públicos urgentemente, resuelto (qué quieren que les diga) a defecar. Aposenté mis reales en la taza después de haber cerrado la puerta, lo cual no me impidió seguir percibiendo, con extrema cercanía, todos los sonidos que producía el resto de usuarios del servicio. Realmente, los baños públicos son lugares donde se escucha hasta el más leve parpadeo ajeno, por no hablar de torpedeos y trompeteos menos confesables. En aquel momento, al concierto escatológico se le superpuso mi móvil, que empezó a sonar con insistencia, con terquedad, incluso me pareció que con un vergonzoso y rítmico redoble. Yo estaba recluido en el habitáculo, sintiendo la fría loza bajo los muslos y con la franela de los pantalones abrigando mis tobillos. Pues bien, alguien decidió requerirme para algo inaplazable. Lo peor fue que se me ocurrió contestar y que, estúpidamente, convertí el íntimo water-closet en una prolongación de mi oficina.

La premura de la civilización moderna nos coloca en un estado de permanente y espantosa provisionalidad. Y nadie se libra, en el fondo, de verse devorado por una impaciencia exasperante. El elemento simbólico que mejor retrata ese crónico estado es el clic del ordenador. La informática hace de cualquier equipo un diligente ejecutor de todas nuestras órdenes, ya sean éstas la realización de una operación matemática, la escritura de una frase o la demanda de una conexión. El ordenador nos ha convertido en niños caprichosos incapaces de tolerar el medio plazo. No hay más que recordar ese gesto de fastidio con que se recibe el brevísimo momento en que el ratón no funciona correctamente y cómo lo agitamos sobre la almohadilla buscando en la pantalla el cursor con impaciencia. O la exasperación que nos devora, en las conexiones a Internet, cada vez que el acceso a una nueva página se ralentiza un poco.

De hecho, Internet ha completado nuestra absoluta ineptitud para la espera: los brevísimos instantes que tarda en aparecer la página ante la pantalla se transforman en una larga cuarentena y basta cierta dilación en el proceso (¿cinco segundos? ¿diez segundos?) para que todo parezca una demora insoportable, una exasperante dilación, que nos transforma en un manojo de nervios. Como bien saben los diseñadores de webs, en Internet hay que ser ágil, muy ágil, porque nadie espera a nadie. Pero me temo que en ningún otro sitio nadie espera a nadie ya.

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