El domador de cocodrilos
El domador de cocodrilos cojeaba ostensiblemente. "Artrosis, nada me la cura", me dijo con el dolor pintado en el rostro. Camino de su remolque y de sus monstruos, nos detuvimos ante las jaulas de las fieras del Gran Circo Mundial. Reinaba un excitante olor a bestia salvaje en el crepúsculo, entre la desordenada parefernalia de la ménagerie. Juntos observamos en silencio al hermoso tigre, al gran león castrado, que a mí me recordó, por sus dimensiones y su falta de melena, a los terribles devoradores de hombres del Tsavo. Tras los barrotes pude ver también al ligre, el híbrido de león y tigresa, que me pareció fenomenal, aunque por el libro sobre la familia Tetzlaff de domadores y el gran Jungle Larry (Living with big cats, 1995), sabía que más raros son los tigleones, producto del difícil cruce entre un tigre y una leona. Los Tetzlaff criaron varios, pero ya antes, en 1959, había tenido uno Evelyn Curie, una descendiente de Marie Curie que, lo que hay que ver, era domadora en el circo Ringling. Los pensamientos del domador de cocodrilos iban por otro lado. Miraba a los leones con una suerte de nostalgia, y pude entenderlo. Kharak-Khawak, pese a su pretendido rango de príncipe hindú y el atavío que gasta, digno de Melchor, se llama en realidad Anton Kotcka y es húngaro (desgraciadamente, no conoce al conde Almásy). Su padre, que actuaba bajo el impresionante nom de piste de Leónidas Berberías, era, claro, el célebre domador Ludwig Kotcka, de una dinastía tan añeja como los Rieffenach, los Codonas o los Wallendas, puro Gotha de la carpa.
Kharak-Khawak, príncipe de los aligátores, es húngaro y conoció a Puskas
Poco antes, en un despacho de la plaza Monumental, donde está instalado el circo -que prorroga hasta el 2 de noviembre-, Anton, que es un hombre encantador, me había explicado la historia de su vida. Nació en Budapest en 1938 y no ha conocido otro hogar que la pista: en el Bush, en el Krone, en el Hagenbeck, en el Sarrasani... "Mi padre tenía leones, así conocí a Puskas". Sonrió ante mi cara de sorpresa. "Su padre tenía una carnicería y ahí adquiría el mío la comida para sus fieras. Nos hicimos fotos, Puskas y yo". El negocio familiar de los Kotcka pasó una crisis: "Un león hirió a mi padre y luego otros murieron, así que se planteó cambiar de número y empezó con lo de los cocodrilos, que era algo insólito". Asentí. "Mi padre aprovechó la amistad con el marajá de Kharak-Khawak -al que conoció en Inglaterra- y viajó a su tierra, a India, para aprender cómo manipularlos, de unos gurús". Ese tramo de la historia me parecía fabuloso, pero no por ello menos fascinante. "El marajá le pagó a mi padre el viaje y luego el transporte de los cocodrilos hasta Europa". Con los cocodrilos no se puede hacer mucho, parece. "No, calmarlos, hipnotizarlos. No son muy inteligentes y no permiten grandes demostraciones, aunque ahora estoy enseñando a uno a saltar. Es importante no perderlos de vista en la pista".
Anton insiste en que su padre fue el artífice de los números con cocodrilos, una tradición que también sigue un hermano (al que, dice alborozadamente, le reventó un tanque lleno de reptiles en pleno Moulin Rouge) y que ha tenido artistas como el capitán Wall y la escultural Jana, del circo Arlette Grus. Jana se estiraba semidesnuda para recibir sobre su cuerpo a un aligátor de dos metros componiendo una imagen pagana de saurioerotismo que desde hace años me persigue en mis sueños más intensos. "Normalmente, la gente se limita a bañarse con ellos", explicaba Anton, mientras yo imaginaba lo que debía de ser meterse en la bañera con Jana y su cocodrilo. Le pedí entonces al domador que me enseñara sus animales y él se lo tomó como un cumplido. Así que ahí estábamos, camino de su remolque, que tiene grandes vistas sobre los elefantes. A medida que nos acercábamos, se me aceleraba el pulso. Temo a los cocodrilos, como a tantas otras cosas, y poco antes le había preguntado a Anton acerca del accidente que sufrió en Turquía hace 10 años cuando metió la cabeza en las fauces de uno de sus bichos (como acostumbra) y el animal las cerró en una espantosa presa. "Tienen que estar tranquilos, si se ponen nerviosos y se asustan es muy peligroso. Mi padre hacía un truco que era meter una gallina viva en la boca de un cocodrilo sin que éste se la zampara, pero una vez no funcionó y aquello fue un desastre, para la gallina". En su caso ¿le dolió? "Muchísimo. Es una mordedura terrible, una presión insoportable; me desmayé. Lo peor es cuando sin soltarte giran sobre sí mismos haciendo torsión. Así fue lo del brazo, mire", dijo mostrándome una larga cicatriz. "Hay que vigilar que no se orinen, porque eso los hace resbalosos y dificulta su manipulación".
Se comprenderá mi aprensión, pues, al entrar en la casa de los cocodrilos. El domador lo confundió con timidez y me empujó hacia la puerta de la jaula que había abierto en el interior del remolque. Me enfrenté a unos ojillos verdes que me miraban desalmados sobre una media sonrisa con profusión de colmillos. Traté de no asustar al bicho y evalué si orinarme yo para resultar más escurridizo. Anton me fue presentando a su troupe: Ali, Missi, Sheriff, Sánta (cojo, en húngaro, porque le han comido parte de la pata sus simpáticos compañeros)... La mayoría son aligátores americanos (Alligator mississippiensis, con los que acostumbran a luchar los indios seminolas y los miccosukee como prueba de virilidad). "¿Hay especies mejores y peores?", inquirí sin atreverme a imaginar nada peor que lo que me rodeaba por todas partes. "No, depende del carácter de cada animal, no de la raza. Unos lo tienen mejor que otros. A alguno lo he llevado al supermercado, con traílla". Me habló el domador con melancolía de sus gaviales indios -que mordían mucho- y con auténtica tristeza de un gran cocodrilo que se le murió y le dejó una ausencia acorde con el tamaño de la bestia. También tuvo una hembra que se comió un picahielos que le atravesó el corazón. "Cuando la abrimos, estaba llena de huevos", rememoró el beluario magiar al borde de las lágrimas. Me di cuenta, con perplejidad, de que Anton los quiere de verdad, a los reptiles.
Me marché del circo llevándome conmigo la imagen de Kharak-Khawak en la intimidad, embutido en una bata, cargando tiernamente con sus cocodrilos y tratando de mantenerlos calientes mientras éstos soltaban unos coletazos de aquí te espero. La verdad es que no sé lo suficiente de reptiles para decir si se los puede hipnotizar o no, pero reconozco cuando la veo una gran historia de amor.
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