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Columna
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El pisito

En la antigua fábrica de tabacos de Cádiz había el jueves un ambiente de lotería de Navidad: el Ayuntamiento sorteaba 141 viviendas baratas entre más de 5.000 solicitantes que acreditaron tener lo que se llama recursos modestos. Para darle más ambiente navideño, llovía y, según iban saliendo las bolas del bombo, había llantos de alegría y rostros decepcionados. Visto con los ojos de Azcona, Berlanga o Ferreri y rodado en blanco y negro, lo sucedido en el arranque de la gaditana Cuesta de las Calesas parecería una tragicomedia de los años cincuenta del siglo pasado.

Que entre las 40.000 familias gaditanas, haya más de 5.000 que necesiten un piso municipal indica hasta dónde ha llegado la postración económica de la ciudad y cuáles son las dimensiones del problema de la vivienda, a pesar de que Cádiz ha venido perdiendo población en los últimos tiempos.

Si algo se presta al más improvisado arbitrismo y a las más torpes manipulaciones políticas es el intento de dibujar con brocha gorda este drama que ha puesto el precio del terreno -y, consecuentemente, el de las viviendas- a unas alturas inalcanzables para la inmensa mayoría de la población. Unos partidos acusan a los otros y unas administraciones señalan como responsables a las demás, pero nadie se toma muy en serio el asunto y todos prefieren encontrar supuestos culpables en vez de ponerse a buscar soluciones.

Una de las causas probables es la especulación que los propios ayuntamientos hacen con los suelos municipales; en bastantes ocasiones, como pago a los favores financieros opacos prestados previamente por los promotores. Pero éste no puede ser el caso de Cádiz, una ciudad en la que, prácticamente, no queda nada de suelo urbano.

El problema de la vivienda en Cádiz se ve agravado por la insularidad de la ciudad. Pero no se trata de una insularidad impuesta sólo por la geografía, sino también por el espíritu de muchos de sus habitantes; especialmente de los menos dinámicos, que son los que, consecuentemente, más ayuda demandan.

La cosa está clara si se lee la crónica que ayer publicaba en estas páginas Fernando Pérez Monguió: "¡Me ha tocado! Vivimos en Puerto Real pero mi vida es Cádiz y ahora podré vivir en Cádiz", decía una de las agraciadas, para la que, sin duda, es una tragedia vivir a unos pocos kilómetros de donde nació. Que se considere una desdicha desplazarse a vivir o a trabajar fuera de una capital que no da más de sí explica fácilmente por qué las tasas de desempleo de ésta son muy superiores a las del resto de la Bahía.

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Lo malo es que no se ha hecho nada para romper este perverso espíritu insular. Desde las primeras elecciones municipales, de las que se cumplirán el próximo mes de junio 25 años, los alcaldes de la Bahía -unos más que otros, si queremos ser justos- se han portado como gallos en corral y, dando la espalda a la realidad, se han lanzado a un localismo suicida que proporciona votos, no cabe duda, pero frena el progreso.

En la Bahía de Cádiz, más que de una isla habría que hablar de un archipiélago.

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