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CIENCIA FICCIÓN

'Underworld': nuevas armas para los nuevos tiempos

OCULTAS A LA SOCIEDAD HUMANA, dos razas extraordinarias han mantenido una terrible lucha sin cuartel: los aristocráticos y distinguidos vampiros y los más brutales y desaliñados licántropos, ex esclavos al servicio de los primeros. Una guerra cruenta que se inició hace ya más de 1.000 años, como consecuencia de una onírica historia de amor que haría sonrojar a las shakespearianas familias Capuleto y Montesco: sus protagonistas, la hija del poderoso Viktor, amo y señor de los vampiros, y Lucian, un vulgar hombre-lobo. Ebrio de ira ante la inminente deshonra, Viktor decide sacrificar a su primogénita (por el método clásico de exponerla a la luz). La lucha a muerte entre ambos clanes está servida. El argumento, que combina dos carismáticos estandartes del fantástico, corresponde al filme Underworld (2003), escrito y dirigido por Len Wiseman.

Una película que transcurre por corredores subterráneos (destacable el espectacular tiroteo inicial, filmado en el metro de Budapest), envueltos por una oscuridad eterna, sólo violada por luces artificiales y el paso ocasional de una Luna llena, cuya sola visión pone los nervios de punta a más de un licántropo.

El filme se centra en Selene (Kate Beckinsale), una vampiresa que se enamora accidentalmente de Michael (Scott Speedman), un simple humano a quien el destino ha señalado como pieza clave en esa milenaria refriega (y a quien el propio Lucian, vivito y coleando a pesar de los siglos, da la bienvenida al clan con un certero mordisco en la yugular). El romance prohibido (uno de los más fríos de la historia de la cinematografía, según las duras críticas) se repite...

Con escenas y diálogos que, en ocasiones, rozan la categoría de encefalograma plano, el filme apuesta por un claro ambiente retrofuturista en el que tiene cabida un sinnúmero de filmes, a los que presuntamente homenajea (o plagia): desde Matrix, cuyo legado salpica la pantalla desde la primera escena (con secuencia ajustada al tempo de una bala, incluida) , pasando por Blade, Batman, Dark City, The Crow, etcétera (incluyendo el final del filme que, inevitablemente, recuerda al inicio de una pequeña joya del fantástico Cube).

Corren tiempos modernos para los filmes de vampiros (Ciberp@aís, 26 de abril de 2001) y hombres-lobo. Los temibles licántropos parece que han conseguido refrenar sus impulsos de convertirse en lobo en noches de luna llena, y en cambio pueden hacerlo a voluntad cuando la cosa se pone fea. Incluso su forma de combatir a los vampiros ha evolucionado: así, mantienen a raya a las huestes rivales a base de "munición UV" (ya ven, balas ultravioleta, último grito en tecnología militar). ¿Qué habrá sido de los ajos? Por no mencionar los crucifijos, que han pasado a mejor vida también en la ficción.

Por su parte, los vampiros han depurado su armamento, con el que persiguen diezmar a sus peludos rivales. Éstos han perfeccionado el arte de expulsar de sus cuerpos las típicas balas de plata. Así las cosas, los vampiros desarrollan balas de nitrato de plata líquido, cuya esencia se inyecta irreversible y mortalmente en el torrente sanguíneo de sus víctimas.

El bioquímico N. Lane señala en un reciente artículo publicado en Investigación y Ciencia que algunos investigadores, en su afán por encontrar una base a las leyendas sobre vampiros, habrían especulado que tales historias bien pudieran inspirarse en personas reales aquejadas de porfiria, una rara enfermedad de la sangre caracterizada por la acumulación en la piel, huesos y dientes de ciertos pigmentos (porfirinas).

Benignos, en su mayoría, en la oscuridad, la luz del sol transforma estos pigmentos en toxinas cáusticas que, en las formas más severas de la enfermedad y sin un tratamiento adecuado, atacan los tejidos orgánicos originando grotescas mutilaciones.

La anemia subyacente a la enfermedad, tratable con transfusiones de sangre, ha llevado a algunos a especular que, en épocas pasadas, los enfermos de porfiria podrían haber buscado remedio bebiendo sangre. En cualquier caso, es seguro que los aquejados de las formas más severas de la enfermedad habrían aprendido a no exponerse al sol y a evitar también los ajos, pues, según parece, algunas de las sustancias que contienen agudizan los síntomas de la enfermedad.

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