Mi 'pichulo' en Suiza
COMO CADA vez que salimos al extranjero, mi pichulo hizo acopio de los bienes que considera de primera necesidad antes de viajar, como él dice, a tierra infiel: un chorizo de Cantimpalos, varias latas de mejillones, una garrafa de aceite de oliva virgen, y, a pesar de que nuestro destino era Suiza, mi país de origen, un queso manchego de más de un kilo. Y es que mi pichulo, sin sus cosillas no es el mismo: le cambia el humor, le baja la tensión; vamos, una alhaja. Lástima que las leyes cantonales no me permitan depositarle en una caja de seguridad de un banco de Ginebra.
Nada más cruzar la frontera suiza nos dirigimos hacia Schwarzenburg, que, aunque él se empeñe en decir que es donde nació Schwarzenegger, es la localidad más cercana a la granja en la que nos íbamos a hospedar durante dos semanas. Allí los niños ayudaron a recoger las vacas del prado, a ordeñarlas, a cortar el maíz, a alimentar a los animales y a hacer el queso emmental en el caserío. Aprendieron que la leche no viene del tetrabrik, que los huevos no los fabrica Kinder y que todo ello es posible gracias al esfuerzo y el duro trabajo de personas como Rudi, el propietario de la granja. Los mayores también tuvimos nuestros momentos especiales, como aquel anochecer en el que Rudi nos relató el viaje que hicieron a Tarifa para que su hijo enfermo cumpliese su último sueño: ver delfines en libertad.
Durante esos días no sólo disfrutamos de la vida de la granja. Descubrimos, yo también, que los suizos no somos sólo un país donde se llevan sandalias con calcetines, o donde, como dice mi hija, hay gente vestida como Super Mario. Es una sociedad donde es posible recoger calabazas de un puesto, o un ramo de dalias o girasoles en campos cultivados al efecto, y, posteriormente, depositar el importe en una hucha sin vigilancia. Donde la política es algo tan cercano que a los pies del edificio del Parlamento Federal, en Berna, hay huertas donde se cultivan todo tipo de hortalizas; donde, si hace calor, dejas el coche aparcado con la ventanilla bajada, y donde también tenemos nuestra pizca de locura como para bajar montañas en patinete.
Vale, también tenemos puntos débiles, como cuando mi pichulo se empeñó en resaltar las virtudes de los camareros ibéricos, y consiguió que un camarero nativo fuese ingresado de urgencias después de hacerle un sencillo pedido de dos cafés con leche, uno de ellos corto de café, uno solo, dos cortados con leche fría, uno con hielo, un descafeinado de máquina, uno en vaso y tres carajillos. Lo de pedirle un suizo para mojar fue a todas luces una crueldad innecesaria.
Antes del viaje, mi pichulo se empeñaba en decir que mientras en Suiza en 500 años de democracia habíamos inventado el reloj de cuco, en Italia, durante el reinado de los Borgia, tuvo lugar el Renacimiento. En este viaje se ha dado cuenta de que en ese tiempo los suizos conseguimos algo mucho más importante y más difícil de crear que cualquier obra maestra: inventamos un Estado donde las culturas alemana, francesa e italiana conviviesen y se respetasen; un país donde la bandera suiza y las de los distintos cantones se exhiben juntas con orgullo; una sociedad con tres lenguas donde no se tachan los rótulos de las carreteras; un lugar donde, a pesar de nuestras diferencias, podemos aportar a los demás lo bueno que nos hace distintos. Me pregunto por qué los españoles, en vez de buscar modelos sobre cómo trocearla adecuadamente (Quebec, Ulster, las islas suecas esas), no se miran en otros ejemplos más cercanos donde se demuestra que es posible ser diferentes y tener un proyecto común. Por qué no se miran en un país donde es más importante el ciudadano que la tribu. Es lo que le digo a mi pichulo, que quizá en España se tenga que tomar más chocolate. Suizo, por supuesto.
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