Los debates
El otro día puse la oreja cuando escuché a tres tipos discutir acaloradamente sobre las elecciones en la Comunidad de Madrid. Lo hacían apoyados en la barra de un bar y, mientras, daban cuenta de unas cañas de cerveza. Uno defendía a Esperanza Aguirre como si le fuera la vida en ello y su nivel de entrega a la causa iba en aumento en la misma proporción que crecía su índice de alcoholemia. Otro abogaba por Rafael Simancas sin quedarse atrás en el tono verbal ni en la ingestión de cerveza.
Algo menos cocido, el tercero trataba de exhibir su moderación arbitrando la discusión hasta que rompió su neutralidad criticando la negativa del PP a no participar en debates, lo que dejó descolocado al paladín de la candidata popular.
A pesar de los efluvios beodos, la escena me pareció interesante por reflejar lo que piensa y habla la gente sobre este asunto. Y es que, en términos generales, los debates suelen ser lo más atractivo y clarificador de las campañas electorales. Ocurre aquí y sucede en todos los países democráticos, nada hay para contrastar los argumentos y el temple de los candidatos como enfrentarlos en tribuna pública.
He tenido el privilegio de moderar muchos de esos espacios en radio y televisión y estoy en condiciones de asegurar que suelen crear las circunstancias idóneas para que el electorado pueda valorar a quienes reclaman su voto. Es por añadidura la situación menos artificial de cuantas conforman una campaña, aquella en la que los ciudadanos tienen la oportunidad de comprobar el comportamiento de los aspirantes ante la adversidad, su capacidad de improvisación o cómo reaccionan en momentos de acaloramiento.
Constituye, en definitiva, el evento que mejor refleja la realidad y el menos favorable para la trampa y el cartón. Porque, a pesar de que el sectarismo partidista tiende siempre a considerar al árbitro como un agente vendido a la facción contraria, lo cierto es que, salvo indignas excepciones, los moderadores somos gente honrada.
Pocos advierten que los candidatos no son los únicos que se juegan mucho en los debates. El moderador pone en solfa su oficio y su prestigio profesional y hay que estar loco o ser un pringado suicida para perjudicar o favorecer deliberadamente a una de las partes. Creo decididamente en ese ejercicio periodístico y lamento profunda y quejosamente que en esta campaña no haya debates.
Como saben, el motivo fundamental es la negativa del director de campaña del Partido Popular, Juan Carlos Vera. El señor Vera puso como condición para la comparecencia de Esperanza Aguirre que el PSOE e Izquierda Unida acordaran un único portavoz, ya que, presumiblemente, aspiraban a gobernar en coalición. Un argumento rocambolesco que trata de justificar torpemente una posición que hace deliberadamente imposible el careo entre los candidatos. En lo que constituye casi un insulto a nuestra inteligencia, Vera, cuya especialidad es la logística de campaña, es decir, el montaje de mítines y actos públicos, no la estrategia, ha llegado a calificar ampulosamente su determinación como una cuestión de principios.
No hay tales principios, sobre todo al rechazar también la posibilidad de que la candidata popular debatiera por separado con Rafael Simancas y Fausto Fernández, lo que, por cierto, ella misma había considerado anteriormente como una fórmula justa y equilibrada. Lo que ocurre en realidad es que Juan Carlos Vera considera que Esperanza Aguirre tiene estas elecciones ganadas y que comparecer en un debate comportaría un riesgo que no necesita correr.
Al margen de que ese triunfalismo es altamente perjudicial, creo que su manifiesta desconfianza en la capacidad de la candidata popular revela un gran desconocimiento de cómo funciona ante los medios de comunicación. Está anulando su cercanía y su naturalidad, que son las mejores bazas que posee, proyectando una imagen acartonada y ortopédica.
Podría entender no obstante que, aunque equivocado, el señor Vera actúa así con la mejor intención si no fuera porque su actitud pasa de ignorante a temeraria al imposibilitar igualmente la celebración de debates sectoriales.
Desde que fue instaurada la democracia, ningún proceso electoral había estado huérfano de este tipo de debates en el que los especialistas de cada partido contrastan públicamente sus propuestas. Cerrado en banda y desoyendo voces más experimentadas que la suya que, desde el propio Partido Popular, le pedían que rectificara, ha conseguido que Esperanza Aguirre arrancara la campaña electoral con un aluvión de críticas en los medios de comunicación a causa de este absurdo.
Es un precio altísimo por mantener la cabezonada que ha revestido con tan patético principio. Tal y como están las cosas y con la abstención en el aire, el 26 de octubre puede pasar de todo.
Puede que la candidata popular gane estas elecciones, y hasta es posible que lo haga holgadamente como auguran las últimas encuestas. Si eso ocurre les aseguro que no será gracias a su director de campaña, sino a pesar de él.
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