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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Dublineses bilbaínos

Leí en la prensa hace unos días que, según una encuesta sobre el envejecimiento saludable, bilbaínos y dublineses son, entre todos los europeos, los más satisfechos con sus ciudades. Que es como decir los más satisfechos consigo mismos y su entorno. En seguida me encontré ante la estantería buscando Dublineses. Allí estaba, en efecto, este librito que James Joyce escribió justo hace un siglo. Seguía impermeable al paso del tiempo, como sus personajes. Pues, ¿acaso no trata de eso? ¿de resistir?

El libro se me abrió él solo por la última de sus narraciones: Los muertos. Al leerla de nuevo las palabras me evocaron imágenes de la película, la última que John Huston dirigió desde la silla de ruedas y con mascarilla de oxígeno.

Quizás todo este país lleno de encanto no es más que un parque temático
Sabe que esa sociedad está paralítica, si no está tan muerta como sus muertos

Pero en esta relectura, a diferencia de otras anteriores, me impresionaron ya desde el principio los detalles del relato: el baile de Navidad minuciosamente organizado por las dos tías solteronas. La joven sobrina, sobradamente preparada para sustituir a sus tías, ejecutando complicadas escalas al piano. El aburrimiento soberano que yo recordaba, pero que no es del relato, sino del mundo relatado, de los que viven atrapados en un círculo (un bucle) de melancolía oculto tras la máscara de autocomplacencia. Ahora ese aburrimiento ha resonado en mí como una trompeta de alerta. Debe ser que la edad no perdona.

El problema de los bucles melancólicos es que una puede descubrirlos, denunciarlos y a la vez caer en ellos. Más diré. ¿Acaso es posible descubrirlos y detenerse a denunciarlos sin quedar atrapada? Qué si no, le sucede al personaje de Gabriel en Dublineses. Sabe que esa sociedad está paralítica, si no está tan muerta como sus muertos. Sin embargo, él ama a esas personas y necesita su aprobación. No quisiera herirles. Por eso se rebaja a su nivel de incultura y se siente culpable por no sentir como ellos, por querer escapar. Ellos le responden de la única manera que saben: apretando cálidamente su brazo para, inmediatamente, reprocharle que no es, y que nunca podrá llegar a ser, uno de ellos. Él se queda sin palabras y ellos se sienten seguros: "Claro, no tiene respuesta". Es el chantaje de los enganchados a las voces ancestrales, acusando al mundo exterior de ser sordos a sus irrenunciables reivindicaciones.

Gracias a Joyce, hasta ese mundo sin sorpresas es capaz de sorprendernos. Porque la mujer de quien Gabriel está enamorado, y que es su propia esposa, etérea y tan deseable como inalcanzable, le confiesa que siempre ha estado enamorada de un adolescente muerto cuando ella tenía dieciséis años. Y ese amor no consumado le ha consumido impidiéndole vivir y amar a ningún otro ser real. Lo que convierte al pobre Gabriel en un ser aún más patético, acostado junto a la bella durmiente yaciente en su féretro de cristal y a la que ningún mortal como él podría despertar con un beso.

Moraleja: Hay algo peor que pasar la vida contemplándose el ombligo. Y es pasarse la vida mirando a quien se pasa la vida contemplándose el ombligo. Eso le lleva al taciturno Gabriel a exclamar: "Estoy harto de mi país". Yo misma estaba harta de preocuparme de mi marido mucho antes de que consiguiera entonar el aquí paz y después gloria. Pero ¿cómo se corta con esta clase de dublineses enamorados de los fantasmas?

O de bilbaínos. Porque Bilbao es considerada una ciudad liberal (sobre todo por los liberales). Pero fue en Bilbao donde se produjo la primera insurrección carlista. Y más tarde también fue la misma villa que resistió el sitio carlista. De lo que se deduce que Bilbao es una ciudad auténticamente vasca, o sea, esquizo donde las haya.

Para eludir la esquizofrenia nada mejor que una buena neurosis a base de cultivar el olvido y apiporrarse de misticismo nacional. ¿Por qué no? Quizás, después de todo, Bilbao sea un bello jardín y las bilbaínas sus rosas. O quizás, como se ha dicho estos días, todo este país lleno de encanto no es más que un parque temático, un Eusko Disney de las maravillas donde se pasea el Pato Donald repartiendo a diestro y siniestro sus quejas y reproches, y amenazando con rupturas soberanas.

Pero hoy, redescubriendo con Joyce la existencia de estos dos grandes pueblos, dublineses y bilbaínos, hermanados por un mismo destino en lo particular, me he dado cuenta de que Bilbao es más que un parque. Es toda una residencia de la tercera edad donde los pensionistas eligen cada cuatro años a sus animadores de piscina, que les llevan a jugar a la petanca, les cantan "Pajaritos por aquí, pajaritas por allá" y, a todas horas, "Que viva Euskadi". Y les hacen sentirse satisfechos de sí mismos y felices por haber tenido la suerte de nacer en un oasis como éste. Mucho mejor que el Inserso.

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