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Residente nativo

Todavía en 1958 el falaz novelista Llorenç Villalonga (El lledoner de la clastra, Palma de Mallorca, 1958) podía intentar que el lector creyera posible una fantasmal escena de crepúsculo de agosto en una casa señorial en alguna parte del norte de la isla de Mallorca. El señor, sabiamente, compaginaba el uso de una biblioteca envejecida con las cosechas de almendras siempre renovadas. En aquel anochecer bochornoso y después de una vigilante observación del depósito de los sacos de almendras, se comenzó a rezar en el patio claustral una parte del rosario. Era, por supuesto, una madò Coloma quien con "prosodia perfecta y gangosidades casi litúrgicas" (página 9) dirigía la oración. Hete aquí, pues, al pueblo, de incontaminado y riguroso lenguaje y mórbido, a la vez, a la emoción religiosa, reunido en torno del sabio señor. Tan sabio que era capaz de contemplar, como desde fuera, la escena de la cual él es protagonista dominante y silencioso. Pero este desdoblamiento no es el de un cínico que advierte la artificiosidad de la escena, fundada en una consabida violencia, no parecen pesar los sacos de almendra. Para el autor, la fatiga campesina, la generosidad del trabajo, la servidumbre, en suma, eran la antesala diaria al "gozo de la paz del Oriente, cantada por Renan" (página 9). La "paz del Oriente" no es, por supuesto, una paz cualquiera. Es la que se consigue cuando el dominio sobre gente es absoluto y, sobre todo, indiscutible, como formando parte de una secuencia tan escueta que pueda darse por natural. Los colonos europeos no habrían hecho más que sustituir, quizá en algunos aspectos mejorándolos, a los grupos autóctonos que gozaban de aquel gratificante dominio. Era la paz. Y el autor lo había aprendido de Ernest Renan -que escribió en la segunda mitad del siglo XIX-, un escritor francés que se estremecía con su "Oriente" inventado. Es decir, por muy verídica y repetida que fuera la escena del rosario, después de la fatiga, en el patio claustral es falsa la narración que Villalonga hace de ella. Se trata sólo de una tramoya que le permite representar con cierta verosimilitud su ansiedad por un orden social de desequilibrios extremos, inmutables. No es cierto que se trate de nostalgias de un supuesto aristócrata sino de la grosera percepción que del orden social podía tener un sargento del ejército colonial, un petimetre de cuarto de banderas.

Menos de medio siglo después, nadie, aunque lo tenga, puede hacer público este tipo de desvarío. Ni, por supuesto, pretender si alguien lo escribiera, que fuera tenido como evocación de un pasado verosímil y verificable. No hubo nunca veranos de paz oriental en Mallorca. Tampoco, claro, en cualquier otro Oriente.

La rapidez y profundidad de los cambios sociales ocurridos muestran con centelleante claridad cuán poco eterno es el postizo "oriente". Cómo sean ahora, sin embargo, los veranos en la isla resulta difícil de explicar. O lo parece. Yo siempre los paso allí y he visto cómo cambiaban las cosas y la gente en los últimos 60 años. Y al final, ahora, la sensación de disminución personal, allí, está inextricablemente ligada al portentoso aumento de concentraciones humanas guiadas por una mecánica que ninguno de los personajes -señor con campesinos- reunidos por Villalonga en el simulacro de verano oriental pudo imaginar jamás. Quizá la monotonía que llegó a adquirir el fenómeno de reconstitución poblacional impidió que me percatara de su profundidad, irreversibilidad y, quizá sobre todo, de que yo mismo podía ser visto como parte declinante del proceso, como figurante en el segmento social progresivamente oscurecido.

Al otro lado del hilo del teléfono, la voz educada inquirió con benevolente tono: "Pero, usted, claro, ¿es mallorquín de origen?". No contesté. Disimulé mi irritación y puse excusas para no aceptar la amable invitación que me hacía aquel que, obviamente, se consideraba mallorquín advenido. La irritación no me impidió hacer unas cuentas que salían con facilidad. Los clasificables como de origen éramos ya una minoría en constante disminución. Por ello podíamos ser inequívocamente señalados. A esta cada vez más pequeña minoría no se le podrían sumar los descendientes de los advenidos, fueran españoles, alemanes, africanos o americanos, puesto que, en rigor, carecientes de la dimensión inicial, llamémosla histórica local, debían de añadirse a la siempre creciente suma de los advenidos.

No se me planteó, sin embargo, ninguna cuestión de identidad. Acostumbrado, como estoy, a ser de Felanitx de siempre y a vivir justo al otro lado de la fina frontera donde empieza Manacor, no veo que pueda ser presa de cualesquiera agobiantes problemas de este tipo. Impuesto de mi nuevo conocimiento sobre mí mismo, sabedor del lugar exacto que me corresponde en la ocupación interminable de la isla, voy y vengo de Barcelona, aliviado y sereno, cumpliendo con los triviales trámites que regulan mi estatuto final de residente nativo.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.

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