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COPAS Y BASTOS
Columna
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Franco en libertad

El miércoles, la sala de actos del FNAC de L'Illa se llenó de un público multigeneracional, que acudió a ver cómo se las apañaban Albert Boadella y Ramon Fontserè para presentar el libro Franco y yo (editorial Espasa), complemento de la película de Els Joglars ¡Buen viaje, Excelencia! El azar quiso que, en la misma sala, se estén exponiendo fotografías de la Cuba del Che Guevara. El contraste invitaba a comparaciones odiosas entre autarquías totalitarias disfrazadas de cruzada y revoluciones corrompidas por el culto a la personalidad. En una pantalla podía leerse "Els Joglars, francamente", un juego de palabras al que ya recurrió Moncho Alpuente en su libro Hablando francamente. Ejerció de presentador Sabino Méndez, ex rockero y superviviente de los años ochenta reconvertido en escritor preciso, profundo y elegante. Su parlamento no tuvo desperdicio. Cuando Franco murió, Méndez tenía 14 años y eso le legitimó para recordarle como un "anacronismo andante" en un país donde el precio de la euforia consistió en pactar con el diablo. "Como cualquier persona que vomita cuando enciende la tele (sic)", Méndez consideró necesario construirse su propia realidad metiéndose por caminos de los que no siempre se regresa. Afirmó haber renegado de la interpretación mítica, cursi o esquemática que el posfranquismo hizo de su monstruoso progenitor y definió Els Joglars como una excepción de radicalidad en "un país ineficiente y gótico".

Luego tomó la palabra Boadella. Denunció el pasteleo de la transición como pecado original de su generación: no haber acabado con el franquismo. Utilizando el sarcasmo para ridiculizar al régimen (y a la mayoría de sus opositores), Boadella se refirió a la necesidad de desempolvar al Franco más terminal y revisar su papel de omnipresente enemigo común. En otras palabras: una intuitiva tercera vía entre la escatológica apología de sus hagiógrafos y el fanatismo panfletario de algunos de sus adversarios. Mientras Boadella hablaba, pasando del comentario profundo al pataleo provocador y coqueteando con una frivolización que algunos interpretarán como bravata gamberra o irresponsabilidad oportunista, Fontserè se iba disfranzando de dictador (uniforme, bigote, gafas de sol). En pocos segundos, convirtió su habitual timidez en una impresionante caricatura del Caudillo. Boadella le entrevistó, y si cerrabas los ojos, podías regresar a la monótona cantinela franquista, cebada con una retórica exaltadora de unas virtudes que Franco nunca confirmó. La gente se reía, aunque a mí todavía me cuesta liberarme de según qué fantasmas. Por supuesto que ejercicios como el que propone Boadella son de lo más saludables, pero la voz de este Franco, interrumpido por las risas de un público curioso, me devolvía sensaciones de una época que, filtrada por un revisionismo porno-historiográfico, pretende vendernos que Franco no era tan malo como dicen y que, comparado con Hitler o Stalin, era un santo.

Entrar en esta dialéctica de a ver quién tiene el genocidio más grande es un ejercicio perverso. La historia se reduce entonces a un asunto cuantitativo, donde las estadísticas de víctimas, torturados y represaliados olvidan el dolor, la sangre, el fanatismo, las moscas, el miedo y la muerte. Es bueno que todo sea caldo de cachondeo corrosivo, pero qué quieren que les diga: a mí me sigue produciendo cierta desazón, como si temiera que, de repente, fueran a entrar los hermanos Creix para pegarnos una paliza o freírnos los huevos con un cable de alta tensión. No todo transcurrió sin incidentes. De repente, en el fondo de la sala, un chico joven increpó a Boadella. Le llamó comunista rico, le retó a burlarse de ETA y le dijo que, de no ser por Franco, no tendríamos pensiones. La gente pensó que se trataba de un actor y, pese a que Boadella insistió en que era un espontáneo, casi nadie le creyó. Ésta es una de las diferencias entre entonces y ahora: que los actos de prepotencia intolerante parecen una broma (lo cual no significa que lo sean). "Ríete de tu padre y de tu madre", gritaba el chico. Y Boadella ni siquiera se inmutaba, mientras, a su lado, el falso Franco sonreía en lugar de condenar al joven airado a garrote vil. Sólo fue un minuto, pero asomó la desagradable sombra de ese país desdentado y tuerto como Millán Astray, miope como Yagüe, donde las fosas comunes se tapan con el resplandor de las Laureadas de San Fernando y la desmemoria se decora con banderas, fanatismos y mentiras. El mismo país que, en otra de sus múltiples personalidades, es capaz de crear situaciones tan estimulantes como que el libro sobre Franco escrito por un librepensador perseguido por el franquismo sea presentado por un ex rockero inteligente en una sala decorada con fotografías de El Che Guevara. En libertad, o algo que se le parece bastante.

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