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Columna
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¿Qué pasa que no pasa nada?

Aznar nos ha contado la enesima versión de su entusiasta apoyo a la ilegal invasión de Irak, saldada de momento con miles de vidas humanas y un incierto futuro para la zona. Ya no se trata de la existencia de armas de destrucción masiva. Tampoco de los lazos ocultos entre Sadam Hussein y Bin Laden. Ni siquiera tiene que ver con el afan libertador frente a una de las muchas tiranías que existen en el mundo. El asunto es mucho más simple. Como le explicó en su día a un amigo, Aznar apoyó la guerra y la invasión porque en los EE UU hay cuarenta millones de personas que hablan castellano, que dentro de unos cuantos años serán ya ochenta. Según la versión presidencial, el amigo se quedó callado y no supo contestarle. Y es que no es para menos. ¿Qué hubiera dicho usted, querido lector, si le espetan semejante majadería? Probablemente se hubiera quedado tan mudo como el amigo de Aznar.

Este episodio, uno más en la larga carrera de desprecios hacia los valores democráticos a la que venimos asistiendo durante los últimos tiempos, pone de manifiesto, a mi modo de ver, hasta qué punto pueden llegar, tanto la osadía y la arrogancia del poder, como la perplejidad y estupefacción del personal, las cuales, de modo al parecer irremediable, derivan en conformismo y resignación. Y es que, a medida en que los gobiernos se sacuden los complejos a la hora de actuar -antes a eso se le llamaba saltarse los valores y/o normas democráticas-, se socavan también las bases de la convivencia y se debilita el ánimo de la gente a la hora de participar en la búsqueda de alternativas. Diríase que cuanto más lejos se llega en el desprecio a la inteligencia y a la democracia desde el poder, más cunde el desánimo y la desmovilización entre la gente. Lejos de actuar como estímulo para la defensa de valores cívicos y para un mayor compromiso de la sociedad, las bravuconadas y arbitrariedades parecen favorecer la cultura del todo vale y el eclipse de las referencias éticas.

¿Se imaginan ustedes que hace tan sólo quince o veinte años el Gobierno se jactara de financiar a la Fundación Francisco Franco? ¿Qué los ministros se atrevieran a actuar como portavoces de los jueces? ¿Se imaginan que el primer ministro italiano dijera que Musolini sólo mandaba a la gente de vacaciones cuando la enviaba a campos de exterminio? ¿Qué se invadiera un país de la manera en que se ha hecho con Irak? ¿Qué se ejerciera el terrorismo de Estado como lo hace actualmente el Gobierno de Israel, asesinando sin juicio previo y destruyendo las casas de los palestinos considerados sospechosos? ¿Qué cientos de personas estuvieran en Guantánamo sin cargos ni garantía alguna? ¿Que actores y empresarios multimillonarios sin escrúpulos ni preparación política alguna tuvieran el protagonismo que hoy tienen en la vida pública en algunos países? ¿Qué la telebasura acaparara la atención de tantos millones de personas sin que nadie quiera ponerle remedio? Probablemente usted, querido lector, habría pensado que un escenario como éste era poco menos que imposible, en el contexto de los valores cívicos y democráticos que tan asentados parecían, al menos en el contexto europeo.

¿Crisis de valores? ¿Crisis de alternativas? ¿Qué pasa que no pasa nada? ¿O sí pasa algo? Hace tan sólo unos meses numerosos analistas anunciaban a bombo y platillo el surgimiento de un nuevo actor, una sociedad civil, una opinión pública mundial, capaz de elevar su voz ante los desmanes de unos cuantos gobernantes dispuestos a decidir por su cuenta en nombre de la humanidad. Parecía entonces que había un rayo de esperanza, que los llamados intelectuales salían del ostracismo y recuperaban un cierto liderazgo moral, ante el comportamiento de una clase política ocupada sólo en alcanzar el poder por el camino más corto. Puede que los cambios sean demasiado bruscos y su asimilación sea complicada. Es posible que aún tarde en escampar el temporal y puedan vislumbrarse alternativas de progreso acordes con los tiempos actuales. Mientras tanto, querido lector, cómprese un buen paraguas y, sobre todo, no se desanime.

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