Paisajes
El Centro Ernest Lluch del Consorcio de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Barcelona (CUIMPB) ha organizado estos días un curso sobre El paisaje y la gestión del territorio, un tema de crucial importancia en un país que, en este aspecto, ha alcanzado una degradación alarmante.
Pero hay que aclarar a qué nos referimos y matizar la afirmación de que "todo es paisaje". La definición propuesta en la Convención Europea del Paisaje (Florencia 2000) tiene la abigarrada ambigüedad habitual. Por lo tanto, es mejor recurrir a cualquier diccionario: "Extensión espacial natural o transformada por el hombre que presenta una cierta identidad visual o funcional". O quizá: "Porción de terreno considerada como espectáculo artístico". La mezcla de ambas definiciones me parece plausible: un escenario natural o transformado, geográficamente específico, con ciertos valores visuales y funcionales. No se incluyen, de momento, los elementos que configuran la forma interior de la ciudad y, por lo tanto, durante mucho tiempo se ha llamado paisaje a todo terreno no urbanizado, fuera de los aglomerados urbanos, hasta que en los años cincuenta del siglo pasado la revista Architectural Review introdujo el término "paisaje urbano" para reivindicar la identidad específica del espacio público dentro de la artificialidad radical de la ciudad. Así, habrá que añadir una tercera especie de paisaje, la del escenario artificial. Las tres son lo bastante definidas para iniciar una discusión sobre cómo hay que actuar en ellas y, sobre todo, qué disciplinas y qué profesionales son los adecuados. Se trata de ofrecer una metodología operativa que mejore las habituales ambigüedades taxonómicas.
Casi no existen paisajes radicalmente naturales, por lo menos en los países muy antropizados. Todos han sido transformados por el hombre y sólo se puede hablar, por lo tanto, de paisajes "poco transformados" que, por la misma razón de su saludable marginalidad, necesitan sólo protección y mantenimiento. Éste tendría que ser el tema profesional de los geógrafos y de los técnicos en ciencias naturales si, con la ayuda ocasional de ciertas ingenierías, se decidiesen a pasar del diagnóstico al tratamiento.
En cambio, el paisaje transformado -o aquel que tiene que ser transformado- pertenece prioritariamente a la planificación territorial y requiere, por lo tanto, ciertos esfuerzos de formalización. Las transformaciones humanas más importantes provienen de los cambios en la estructura de la explotación agropecuaria y sus aproximaciones, de las extensiones suburbanas -con áreas industriales, a menudo- y de las redes interurbanas que modifican irreflexivamente las estructuras y los ámbitos ecológicos. Es con estas operaciones mal controladas con las que se ha perdido el paisaje en muchos países, especialmente en Cataluña. De todas ellas, la más grave es la explotación agropecuaria y sus consecuencias. Los descendientes de los payeses que estructuraron nuestros paisajes con las aldeas, los cultivos, los prados y los bosques, y con la creación de una magnífica arquitectura popular, han abandonado su propia cultura, no sólo con los purines de sus cerdos, sino con unos establos, unos merenderos y unos comercios de carretera de una inconmensurable indignidad física. Y cuando se han erigido en alcaldes, han favorecido la explotación suburbial. Sólo hay que seguir, por ejemplo, el valle mutilado del Llobregat, las sinuosidades plastificadas del Maresme o la desaparecida beatitud maragallana del Empordà para comprobarlo. Ante esa situación, el profesional que debe pilotar la reconversión de este tipo de paisaje es el planificador territorial -una profesión todavía poco especificada y hasta ahora asumida erróneamente por los urbanistas-, que puede proceder de diversas disciplinas científicas, pero que, en cualquier caso, debe integrar también el diseño formal, es decir, los instrumentos para una rehabilitación estética y funcional.
Finalmente, en el paisaje artificial, es decir, el espacio público urbano, es el diseño formal -el proyecto arquitectónico- el que puede dirigir la operación, emancipándose de la excesiva carga de los planes generales que siguen confundiendo urbanismo con planificación territorial. La ciudad parte del proyecto de cada espacio y de cada barrio identificable. La artificialidad es el lugar de la arquitectura y las demás disciplinas -incluido lo que ahora se llama paisajismo y antes jardinería- pueden actuar sólo como técnicas auxiliares. El paisaje urbano no puede ser la imitación del paisaje natural: se justifica por el orden creado por la misma ciudad.
En el curso organizado por el Centro Ernest Lluch se discutió positivamente la afirmación tan sugestiva de que "todo es paisaje". Pero hay que reconocer que desde el punto de vista del control y la mejora hay diferencias fundamentales que se entienden sobre todo cuando se analizan las actuaciones profesionales que corresponden a cada tipo, desde las ciencias naturales a la arquitectura, desde lo natural a lo artificial, desde el plan al diseño.
Pero, en cualquier caso, la única intervención que parece indispensable en cada uno de ellos es el compromiso político. Defender el paisaje -el natural y el artificial- es un intento inútil si no es, previamente, un programa político. Como cualquier actuación sobre el territorio y el ambiente. ¿Quién se comprometerá en las próximas elecciones?
Oriol Bohigas es arquitecto.
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